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abril 27, 2024

México

Gerardo Fernández Noroña, legislador irreverente…

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Al tercer día de sesiones había lanzado tantos insultos dentro del recinto parlamentario, que sus mismos compañeros de partido se sonrojaban o disimulan su contrariedad. La tribuna del Congreso y las calles de los barrios bajos eran una misma cosa de vulgaridades; las disertaciones de altura, que en antaño fulguraban como polvo de lumbre, el diputado Gerardo Fernández Noroña las había convertido en un caldo de lodo y groserías; lo que provocaba odios y simpatías por igual, y sus adversarios políticos aprovechaban para tildarlo de “demagogo”, “chupóptero” o “porro”, y él, en respuesta, haciendo señas obscenas los acusaba de “farsantes”, “traidores” y “vendepatrias”.

De por fuerza el lector tiene que enterarse de los primeros pasos o “hazañas” de este personaje de carne y hueso, dando a conocer sus antecedentes, o al menos, los rasgos más notables de su vida. El niño Gerardo Fernández Noroña, nació el 19 de marzo de 1960 en el entonces Distrito Federal. Fue el primer hijo de los cinco que tuvo doña Rosa María Noroña Velázquez (1937-2017), a quienes entregó casi por completo a doña Rosa María Velázquez Villalobos, su madre, y a una tía, para que los formaran durante sus primeros años. Sus otros cuatro hermanos son: Mónica Gabriela, Rosa Luz, Víctor Manuel y Sergio Raúl. De su padre no encontramos ni siquiera el nombre, de modo que no habrá mucho por decir. Ni el mismo Gerardo quiere acordarse de él y cuando lo hace, solo dice que era “medio culebra”.

Doña Rosa María Velázquez Villalobos, fue un personaje de importancia en la existencia de los Noroña, porque los cuidó durante su infancia y los acompañó en sus días difíciles. En el caso de nuestro personaje central de esta breve historia: estuvo a su lado desde que este tenía tres años de edad y todavía cuando realizaba sus estudios profesionales. Jamás lo dejó mientras su madre se iba a trabajar, como acostumbraban hacerlo las abuelas de aquellos años, cuando sus hijas eran abandonadas con toda su prole por sus desobligados y maltratadores maridos.

Doña “Rosita” o doña “Mari”, como nos dicen le decían a la buena mujer de cuarenta y tantos años, había pasado la mayor parte de su vida sola allá en Texcoco, donde nació y pronto se quedó huérfana, por lo que apenas pudo llegar hasta el tercer año de la escuela primaria. Jovencita aún, se juntó con Daniel Noroña quien le enjaretó tres chamacos. Como este era el clásico “macho”, desobligado y golpeador, rápido lo despachó y ella, hilvanando y deshilvanando costuras, se hizo cargo por completo de sus pequeños vástagos. Cuando Gerardo y sus hermanos les fueron entregados casi por completo, doña Rosa María Velázquez Villalobos ya había encanecido antes de tiempo, sus negros ojos se le veían más apagados, pero conservaba todavía la belleza de las indígenas mazahuas y su duro carácter, tan conocido por sus vecinos y familiares.

Aunque su hija Rosa María Noroña Velázquez, se los entregó casi por completo, doña Rosita, con su estilo ceremonial de costumbre, los aceptó no sin antes dictar ciertas condiciones:

–Que sean obedientes y limpios; y al que no lo sea, me lo chingo a cintarazos.
No pocas veces, en efecto, hizo uso del “cuero”, de una vara o lo primero que sus manos alcanzaban cuando los hijos o los nietos no acataban las estrictas órdenes de la dicharachera, mal hablada y mandona mujer, en cuyo diccionario el “no” como respuesta no existía, y menos la desorganización: en casa, exigía, todo debía estar limpio y en su debido lugar.

Aunque apenas y leía, tenía pilas de libros infantiles y de revistas, que hojeaba y hojeaba una y otra vez. Cuando se daba un pequeño descanso, se plantaba frente al televisor para disfrutar de sus programas favoritos, en particular las películas mexicanas. Y si era domingo, antes que nada, cogía de la mano al pequeño Gerardo y lo llevaba a la iglesia, a oír misa; entre semana, mientras su mamá trabajaba, estaba al pendiente de él y le daba consejos, como las gentiles abuelas de aquellos años acostumbraban.

Como Gerardo era su nieto consentido –al menos eso ha presumido él y así debemos creerle–, dignificada por su aura otoñal, con frecuencia la buena mujer se le plantaba enfrente, mirándole a los ojos y antes de que el nieto pudiera reaccionar, le insistía con firmeza:
–Debes seguir estudiando, para que dejes de ser ignorante y tengas un porvenir.
En el CECyT 10 del IPN
Así, el niño Gerardo cursó su primaria y secundaria en escuelas públicas, de gobierno. Era vivo y listo, pero fácilmente se distraía viendo a las adolescentes de su edad. Después, por consejos de su abuela materna, que se empeñaba en que su nieto estudiara, aun a costa de agotar más sus encallecidas manos y cansados ojos con el hilo y el dedal de la costura, lo convenció de cursar el bachillerato, en el Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos N° 10 “Carlos Vallejo Márquez”, CECyT, del IPN, ubicado en San Juan de Aragón, de la entonces delegación (hoy alcaldía) Gustavo A. Madero, en la CDMX.

–Sí, mijito, hazlo, para que aprendas un oficio, tengas un trabajo o puedas entrar a la universidad –le dijo la sufrida mujer de genio vivo que estaba orgullosa de su amado nieto, sabiendo que dicho CECyT del Instituto Politécnico Nacional ofrecía (entonces) carreras técnicas en Metrología y Control de Calidad, Diagnóstico y Mejoramiento Ambiental, Telecomunicaciones y quién sabe cuántos otros oficios técnicos más.

En poco tiempo, descomponiendo y quebrando los instrumentos y las herramientas aprendió algo de lo mucho que en el CECyT enseñaban, pero su intento y su especial inclinación y su especial capacidad la descubrió en los movimientos estudiantiles y sociales que se gestaban en aquellos años.

Con el lenguaje propio de los jóvenes de su época –a mitad de camino entre la diversión y la provocación–, que resultaba incomprensible para todos los que no pertenecían a su mundo, en su paso por esa institución donde estudió el bachillerato, fue líder estudiantil de su generación y creador de la Asamblea Nacional por la Independencia de México.

Tres años después, en 1979, a la edad de 19 años, ingresaría a la Universidad Autónoma Metropolitana, UAM, campus Azcapotzalco. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, supo cómo llegar al populoso barrio de Azcapotzalco. Hacerlo, como para la mayoría de los estudiantes, hijos de la clase trabajadora que no contaban con auto para trasladarse, fue toda una odisea en la que, como en el poema épico atribuido a Homero, abundaron las aventuras adversas y favorables. El suceso le cambiaría la vida (continuará).

 

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