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LOS BELIGERANTES HAN CONVERTIDO EL PROCESO LEGISLATIVO EN UN HERRADERO.
Si la enfermedad del comunismo ha sido el infantilismo de izquierda, la quiebra de la izquierda mexicana es la irracionalidad.
En la praxis, ambos síndromes conducen a la anarquía, madre de todas las derrotas.
Preciso es colocar el diagnóstico bajo el supuesto de que el 1 de julio resultó triunfante la opción de izquierda.
Lo cierto es que los resultados electorales, jalonados por un eficaz movimiento social, fueron tipificados como una revolución electoral pacífica.
Los 30 millones de pacíficos votan tes antisistema, una vez delegado el poder, volvieron a sus hogares, a los talleres o a la parcela.
La responsabilidad de una buena administración del bono democrático quedó en manos de quienes ejercen hoy la representación nacional, producto de la expresión de la soberanía popular.
Lo absurdo es que los depositarios de la confianza se hayan dedicado al festín, en lugar de reflexionar que existen 26 millones que votaron por otras opciones.
Lo obvio es que –aunque en minorías fragmentadas– esos también legítimos beneficiarios del sufragio no se iban a quedar con los brazos cruzados.
En el mismo periodo de transición, las fuerzas derrotadas mandaron señales de que sentían que había vida después del fracaso electoral.
Su táctica de arranque es la provocación. Particularmente en el Congreso de la Unión, los beligerantes han convertido el proceso legislativo en un herradero.
Los pastores de las fracciones mayoritarias, en vez de tejer fino en la indispensable operación política, han caído en el garlito de la provocación. La imagen del Congreso es de caos. No se vale