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No cabe la menor duda de que el director mexicano plasma su corazón en el proyecto, pero olvidó la esencia pura del cine, el entretenimiento.
Redacción Grupo Cantón.
El cine, arte simple y complejo. Es política, sociedad, historia, propaganda o filosofía, pero antes, es entretenimiento. Iñárritu, quien desde hace años ha desdeñado la cinematografía dedicada a entretener al espectador, cree al séptimo arte un mero monólogo para desentrañar la existencia, por ello, reniega del diálogo con las audiencias.
En Bardo, Alejandro verte su reflexión, pero no ofrece nada al espectador. Es cierto, da al proyecto su corazón, aunque no logra cautivar. Se vuelve incapaz de dominar al cine y su gramática; no entretiene y mucho menos pacta nuevas dimensiones significantes para generar algo más allá de su discurso pedante.
En Bardo, las limitaciones de su director vuelven a ser constantes; un autor cuyas obsesiones con la depresión, no le dejan trascender en el imaginario semiótico de la transmutación. Busca repetir los pasos de un Vertov, un Pasolini o un Lang, pero es incapaz de hacer algo que no ten ga como fundamento, la desesperación.
Cree ser tan importante como Griffith, Parajanov o Reynaud; se piensa tan grande como para que alguien pague por desentrañar su opinión. Lo intenta, pero no llega ni a niveles como los de Nolan o Villenueve, quienes, a pesar de tratar en sus cintas misterios personales, no olvidan a quienes hacen del cine una comunicación inigualable; no ocupan la cámara para hacer falsas crónicas de unas cuantas vanidades
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