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Todo empezó hace 51 años en Guelatao de Juárez, Oaxaca, para doña Hilaria Vicente Hipólito. Desde que nació su vida siempre estuvo marcada por las carencias.
Desde pequeña tuvo que aprender los quehaceres del hogar y ayudar a su mamá a cocinar los alimentos para sus cinco hermanos y su papá.
Le inculcaron sus padres que por ser la mayor, tenía la obligación de ayudar en todo para sacar adelante a sus hermanos. Ir a la escuela nunca fue prioridad para sus padres ni para Hilaria cuando era niña.
Tampoco le llamó la atención por la obligación que ya pesaba sobre sus espaldas solo por haber nacido pobre. Familiares que de vez en cuando los visitaban le decían a Hilaria que el trabajo y la salida para dejar de ser pobre estaba en México -la capital-.
Cuando contaba con 13 años faltó su papá, quien siempre se había dedicado a ser jornalero. Su mamá, al igual que ella, no sabía leer y resultaba una gran carga y responsabilidad sacar adelante a toda su “prole”.
Una boca menos era bueno. Fue así como Hilaria, en compañía de sus dos primas ya grandes y quienes se ganaban la vida de sirvientas, viajarían a la “capirucha” con toda la ilusión de trabajar, ganar mucho dinero, casarse, tener dos hijos en una casa propia adquirida con el esfuerzo de su marido y ella.
Nezahualcóyotl, Estado de México, fue su primer hogar y pronto se dio cuenta que las cosas no fueron como se las contaron. Con las primas faltaba de todo, pagaban renta y para ganarse el pan de cada día tenía que lavar la ropa de sus parientes y prepararles los alimentos.
Pronto se percató que ahí realizaba más trabajo que cuando estaba en la casa de sus papás. El “infierno”, cuenta doña Hilaria, lo soportó por cuatro años, hasta que conoció a una paisana que la convenció para irse a vivir con ella cerca del Cerro de la Estrella, Iztapalapa, en la Ciudad de México.
Ahí vivía su amiga, quien era madre soltera con dos hijos. Ambas pagarían la renta y para ello se dedicarían a vender todo tipo de baratijas y comida en los mercados sobre ruedas o afuera de las estaciones del Metro.
A mi amiga Irene le aguanté seis años, y si me fui, fue porque un mal hombre me habló palabras bonitas al oído para convencerme de ir a vivir con él, reseñó doña Hilaria.
Prosiguió. Durante toda mi vida, nunca había pensado en hombres, nunca tuve tiempo para tener un novio por lo que cuando llegó a mi vida “el Inútil”, caí redondita dejando todo para ir a vivir con él.
FUERON MÁS DE 20 AÑOS A SU LADO.
Las carencias siempre estuvieron presentes y más cuando llegaron nuestros dos hijos, Lalo y Rebeca, relató. “El Inútil” resultó ser un borracho y mantenido, que nunca buscó un trabajo fijo y que por lo tanto no había ingresos seguros para la familia.
Eso trajo consigo que continuáramos pagando renta y que seguido nos echarán por no pagarla. Fue tanta la necesidad, que busqué un préstamo para comprar un brasero, comal, un triciclo y tanque chico de gas, para empezar a vender quesadillas, pambazos, sopes y tlayudas, contó doña Hilaria.
Estas últimas fueron del agrado de los clientes que hasta la fecha acudo al Zócalo de la Ciudad de México a venderlas y siempre me dan a ganar de 150 a 200 pesos diarios para vivir pobremente, pero sin recibir golpes del “Inútil” que terminó yéndose y con la satisfacción de ver crecer a mis hijos que ya trabajan y ganan sus propios recursos económicos.