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Segunda y última parte
Anónimo
…Todos ellos eran retratados por los fotógrafos callejeros, frente a los cines Avenida y Cinelandia; memorables fotos guardadas en cuadritos de contacto de las que podías ordenar, días después, una ampliación en blanco y negro para el cajón de tus recuerdos. El cántico melancólico del cilindro, que cualquiera podía escuchar, pero casi nadie podía cargar, irrumpía sin permiso y todavía lo hace en los oídos de los transeúntes en cantinas, restaurantes, comercios y en los flamantes automóviles Buick, Packard, Pontiac, Cadillac o Studebaker, que sus dueños presumían orgullosos por las calles citadinas.
Por esas calles bulliciosas, abundaban los merolicos harapientos, con “Chumina”, la víbora masacuata escondida en un costalito luido de terciopelo rojo, la culebra que nunca salía, el animal del demonio que eternamente prometía asomar la cabeza frente al círculo de curiosos hipnotizados ante el torbellino de palabras domingueras del vendedor callejero, que anunciaba el nuevo linimento para las reumas “Reumatolón” o el jarabe para la bilis y el pulmón o los tecitos para curar al marido: “Cuando amanezca con sabor a monedita o con sabor a centavito”.
En los cabarets de Niño Perdido, a una cuadra del Salto del Agua, las vedetes de los espectáculos nocturnos y las muchachas de las Vizcaínas, con sus granes escotes y disfraces provocadores, mostraban sus buenuras o sus miserias, muy cerca del colegio para niñas o de la zapatería Manolo, frente al cine Teresa. Recuerdo el ruido de los viejos tranvías amarillos y los camiones Algarín-Potrero, Tacuba-Panteones o San Cosme-Normal, los camiones de a 20 centavos, grises, y los de a 30 cafés, repletos de paisanos, unos viajando de pie y otros colgados en el estribos en la única puerta y cómo gritaba “bajan” en cada parada, el boletero medio mugroso que recogía monedas y entregaba pequeños boletitos amarillos o color de rosa de papel de china.
Y muy cerquita de ahí, a dos cuadras, en el número 43, también de Luis Moya, la vecindad donde nací ya no existe, en su lugar hay un horrendo hotel de cristal. Era una vecindad pintoresca como tantas otras, con su fuente, sus escaleras de fierro colado, sus tendederos, sus chismes y por supuesto, su quinto patio. También tenía, como todas las vecindades, su viejita de la casa 4 y su palomilla de niños, que jugaban con trompos de madera y yoyos Duncan de Coca Cola o se entrenaban para la vida con rondas, travesuras y peleas infantiles. Y la tele, aquella tele en blanco y negro que transmitía el espectáculo de los grandes artistas: Chabelo y Gamboín; las Estrellas Infantiles Toficos, el Teatro Fantástico con Cachirulo y sus minúsculos bosques de papel; Viruta y Capulina, las Hermanitas Navarro, Virginia López pintando de azul el azul o Agustín Barrios Gómez con su Ensalada Popof. Esa tele marcó el fin de las viejas glorias de la radio, forjadas décadas antes, desde el memorable edificio de la W, en la calle de Ayuntamiento. Esa era nuestra Ciudad, la Ciudad que ya no está, hoy la añoro recordando al legendario locutor Mago Septién, en el inolvidable Parque del Seguro Social, cuando a través de la XEQ o la XEX a la hora mágica del beisbol narraba algún jonrón de los Diablos Rojos de México “y la bola se va, se va, se va…” …Y yo escucho “la Ciudad se va, se va, se va, se fue”.
(Invitamos al autor a que nos contacte para darle crédito)