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Desde sus 18 años, Angie trabajó durante 10 años en una dependencia pública. Tras el cambio de administración, le pidieron la renuncia. Había sido su único trabajo desde que terminó la prepa.
Al ser madre soltera, a diario salía en busca de trabajo, así la rutina por 10 meses. La renta y las comidas consumieron el poco ahorro. Empezaron a aumentar las deudas.
En una noche de insomnio tuvo una idea, ya no podía más. Pidió a su mamá le cuidara a su hija. Regresó al cuarto que renta, buscó entre sus cosas una diminuta falda, una blusa entallada y unas zapatillas bastante altas. Tras verse por varios minutos en el espejo, pensaba: “sólo es carne, no voy a dar amor”.
Era viernes. Tomó el microbús y el Metro hasta llegar a la estación Chabacano, esperó unos minutos sobre Calzada de Tlalpan y los curiosos se acercaron.
Al paso de 15 minutos llegaron tres sexoservidoras acompañadas de un tipo alto y regordete. Era su padrote. Entre todas la sujetaron, la cachetearon porque estaba invadiendo su zona de trabajo. Su ropa quedó en pedazos.
Por último, el sujeto se ofreció a cuidarla, a cambio tendría que pagar mil pesos diarios. Esa cantidad le incluía protección para que los clientes no la golpearan, los policías no la levantaran y un horario para que las demás chicas no la maltrataran.
“Mil pesos es mucho”, respondió. “¿Cómo sé que los voy a juntar? ¿Y si un día no junto los mil pesos, qué hago?” El hombre la observó. Preguntó si nunca se había dedicado a la prostitución. Angie respondió que era la primera vez que se paraba en la Calzada de Tlalpan.
El hombre le advirtió que tenía que trabajar ocho horas, no había día de descanso, si deseaba descansar, tenía que pagar.
Al no aceptar, nuevamente fue golpeada, llamaron a policías, quienes la subieron a la patrulla, le exigieron su moche y, al no darles, se cobraron a la mala.
La violaron. La dejaron cerca del Metro Portales. Le advirtieron que no regresara, pues la próxima no sólo sería violada, la desaparecerían.