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Cuando asumió el “pato” Donald la presidencia de los Estados Unidos, haciendo buenos los augurios de Walt Disney –y, al parecer, también de los pitonisos Simpsons–, hablamos de que volvían a darse las condiciones para un nuevo día “D” recordando el desembarco en Normandía como efecto del bombardeo, sin aviso, a Pearl Harbor, desde donde los Estaos Unidos habían puesto en jaque a Japón; no fue aquel un acto de traición sino de defensa ante la disparidad de fuerzas y la amenaza que significaba la flota norteamericana en el Pacífico.

La comparación siniestra surgió porque la protesta de Trump parecía el símil de aquella ocupación de Europa con el argumento de combatir a un sistema inhumano, avasallante: el fascismo o igualmente el nazismo surgido del modelo Nacional Socialista para el cual sólo importaba el desarrollo de Alemania y la supresión de los candados a ésta impuesta luego del desastre de la Primera Guerra Mundial. Fue la vendetta la que llevó a la terrible conflagración, la más cruel de la historia incluso por encima de la Segunda Guerra universal, y las muertes de dieciocho millones de combatientes y civiles. Y el Tercer Reich logró, al inicio de la nueva oleada de terror bélico, vindicarse por las “humillaciones” que culminaron con el armisticio germano en un vagón de ferrocarril colocado en los jardines a las afueras de París.

Como se previó desde el principio, la asunción de Trump fue una parodia de rencores, de visceralidades acumuladas y de fobias acrecentadas por la soberbia. Todos los ingredientes que hicieron de Adolfo Hitler el más grande villano –para muchos criminal– de la historia. La misma filosofía está en boga ahora en la Casa Blanca –la de Washington–, merodeando por la oficina oval, conocida como el set más recurrente de la industria de celuloide –el otro es el de la escenografía de la brutalidad extrema de la guerra–, en donde Trump descarga sus odios personales y su augusta xenofobia basada en el imperio del capital extraído a costa de la sangre de los demás. Es bastante mejor que el gobierno estadounidense esté “cerrado”.

En el retorno a la década de los cuarenta del siglo pasado, Trump enfiló hacia México sus traumas y antipatías. Rompió tratados comerciales, como había adelantado, y acribilló con adjetivos hirientes a nuestros compatriotas que se ganan la vida en territorio norteamericano, también a cada uno de nosotros, generalizando sobre cuestiones como el tráfico de drogas… ¡propiciado y administrado por las propias autoridades y servicios de inteligencia estadounidense! Sólo los hijos de esta nación vecina son capaces de tan brutal parodia; ni siquiera la clase política de nuestro país.

¡Qué rápido nos alejamos del escenario brutal de Monterrey en donde un niño de quince años, Federico N., arremetió a tiros contra sus compañeros del Colegio Americano del Noreste! ¡Qué terrible enterarnos que en Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua, cuando menos, se fraguó el crimen tremendo contra decenas de niños al aplicarles agua destilada para simular quimioterapias mortales! ¡Tampoco olvidemos a los pequeños de Comitán, en Chiapas, ni a los bebés de Hermosillo, cuarenta y nueve de ellos calcinados! ¡Qué dolorosa la cerrazón del pasado inmediato ante las protestas públicas contra el alza a las gasolinas, motor de la economía, en plena debacle de valores morales! Y, sobre todo, ¡qué indigna la impunidad que todavía protege al ex mandatario responsable de la gran tragedia nacional!

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