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REHILETE-JORGE ZEPEDA
Hace unas semanas varios pasajeros de un vuelo de San Diego a Nueva York recibieron una propuesta inusitada. Alguien ofrecía dos asientos de primera clase porque él y su acompañante preferían viajar en clase turista, algo extraño considerando que en un vuelo de casi cinco horas las diferencias que se ofrecen en espacio y servicio entre clase turista y business son verdaderamente apreciadas. El oferente era un miembro del futuro gabinete de López Obrador, y hacía esfuerzos para no ser captado viajando en categoría fifí (los vuelos, pagados con su bolsillo, habían sido comprados en primera clase porque eran los únicos aún disponibles en un vuelo adquirido en el último momento).
Por una razón u otra los pasajeros declinaron la ventajosa oferta; unos por desconfianza, otros porque viajaban con más parientes. El proto ministro no quiso hacer más ruido, aceptó su suerte y tomó el asiento de primera clase, esperando no ser reconocido. La fortuna no le favoreció. Poco antes de aterrizar un pasajero que caminaba al baño le tomó una foto desde lejos. Cuando finalmente el futuro funcionario llegó a su hotel en Nueva York, la foto ya circulaba en redes haciendo mofa de la supuesta austeridad de los morenistas.
Volví a pensar en el tema esta semana cuando me enteré que otro miembro del futuro gabinete, Marcelo Ebrard, viajó estos días a Japón a cumplir con una tarea encomendada. Viajes extenuantes de 18 horas de ida y otras tantas de vuelta, que terminan siendo un martirio cuando no hay tiempo de descansar y se llega directamente a trabajar.
Asumo que Ebrard tuvo que echar fuerzas de flaqueza para afrontar más o menos lúcido el compromiso luego de la terrible molienda en clase turista (imagínese a usted sentado y compactado desde la 8 de la mañana hasta las 4 de la madrugada del día siguiente). Todo en aras de no dar municiones a la legión de detractores que están esperando festejar con un “se los dije” las incongruencias de la próxima administración.
El problema para López Obrador es que una cadena es tan fuerte como el más débil de los eslabones. De nada sirve la disciplina de 99 por ciento del gabinete y del primer círculo si uno sólo de sus miembros pierde el piso subido sobre un ladrillo. Algo que está sucediendo y seguirá sucediendo. Basta uno solo para que las redes sociales y, por ende parte de la opinión pública, condenen como una farsa todos los esfuerzos de sobriedad del resto. Como el “escándalo” de la boda de César Yáñez, probablemente el hombre más cercano a López Obrador en los últimos años. Puede entenderse que un novio deje que sea la novia la que diseñe el tono y la magnitud de la boda, sobre todo si ella misma cuenta con los recursos para financiarla. En última instancia habla del temperamento de un enamorado respetuoso y tolerante. Lo que resulta inexplicable es la foto de portada en la revista Hola!, porque trasciende el ámbito privado de una fiesta para convertirse en un suceso mediático dirigido a la opinión pública, justo el ámbito de trabajo de Yáñez. Quien ha sido responsable de prensa de AMLO durante tantos años no podía ser ajeno al efecto que habría de causar aparecer justo en la vitrina desde la cual la frivolidad del matrimonio Peña Nieto y sus hijos escandalizó a los mexicanos. Tampoco podía ignorar que tres semanas antes las redes sociales se habían comido viva a Paulina, la hija del Presidente, por una portada similar. Eso aseguraba las inevitables comparaciones en detrimento de la imagen de sobriedad que Andrés Manuel ha intentado proyectar. Desde luego permitir el acceso y posar para su fotógrafo fue un acto deliberado. Un “miren, así nos casamos”. Si Yáñez estaba consciente del daño que iba a producir a la imagen del nuevo Gobierno colocando en el mismo plano a los que entran con los que se van ¿cómo interpretar su desliz? ¿Una concesión amorosa ante los deseos de su cónyuge a pesar del impacto?
La respuesta, dirán los detractores, es que el poder ejerce sobre la condición humana un efecto corrosivo irresistible y convierte a todos en víctimas de la vanidad, rehenes pasivos de los privilegios. Quiero pensar que no es así, o al menos no para el propio López Obrador que ya pasó por ser Jefe de Gobierno.