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JORGE ZEPEDA PATTERSON
@jorgezepedap
REHILETE
El próximo presidente de México va a necesitar echar mano de toda la lucidez de la que sea capaz pero también de sus zonas oscuras. Tendrá que ser un conciliador para encontrar consensos y un impertinente tozudo si quiere sacar adelante algunas de sus promesas; perdonador de pecados en aras de la estabilidad y, al mismo tiempo, justiciero para impedir que su generosidad se traduzca en impunidad. Sabe que algunos de los empresarios con los que ahora intercambia abrazos son unos pillos, o que la mayor parte de los líderes sindicales que le apoyan han llegado allí gracias a la manipulación y la corrupción; pero también sabe que es imposible mover a este país en confrontación abierta con los poderes reales.
Para decirlo con crudeza, los grupos de interés intentarán usar en su beneficio al próximo presidente (ya lo están haciendo) y este a su vez buscará utilizarlos para impulsar su ambiciosa agenda de cambio del país. Uno y otros pretenden usarse mutuamente en un duro juego de amagos, sonrisas y abrazos, golpes bajo la mesa, tirones y jaloneos. En este mar de tiburones la ingenuidad goza de una muy corta esperanza de vida.
El poder presidencial hace mucho que dejó de ser omnímodo. La globalización, los contrapesos que provocó la alternancia, el peso del crimen organizado, la fragmentación del territorio, la complejidad de la sociedad mexicana provocan que Palacio Nacional carezca de muchos botones y palancas necesarios para tripular los destinos de la Nación. Peor aún, tales botones y palancas están dispersos en una miríada de protagonistas desde las redes sociales, Facebook y compañía, hasta el peso decisivo de un cártel de la droga en las sierras de Michoacán o en las calles de Acapulco; pasando, desde luego, por empresarios, trasnacionales, sociedad civil, iglesia, medios de comunicación, partidos y gobiernos de oposición, órganos autónomos o semi autónomos y un largo etcétera.
López Obrador tiene a su favor que arranca con un poder que ningún presidente tenía desde hace treinta años (el último, Carlos Salinas). Tendrá mayoría en las cámaras y un control sobre su partido que nadie ha gozado en décadas (y la expresión “su partido” en este caso es literal). Arrancará el sexenio con un apoyo popular inusitado gracias al 53 por ciento con el que triunfó, pero sobre todo por la exasperación de los ciudadanos, hartos de la corrupción y la inseguridad, y su deseo de un cambio.
Pero nada de este apoyo será útil si no va acompañada de una extraordinaria habilidad para navegar en aguas tormentosas plagadas de escollos. El caso de Obama y sus ocho años en la Casa Blanca son ilustrativos; no puede decirse que haya naufragado, ciertamente, pero buena parte de sus propuestas ni siquiera pudieron salir a mar abierto; la red de poderes adversos las neutralizó y las condenó a quedar varadas en el muelle de salida.
Ya hemos visto la manera en que López Obrador ha comenzado a matizar algunas de las promesas de campaña; en algún tema parecería, incluso, que está dispuesto a dar marcha atrás. En parte es un fenómeno natural; los lemas de campaña no admiten matices, mientras que el ejercicio de gobierno consiste en gestionar matices y obliga a tener en cuenta factores jurídicos, intereses contradictorios y efectos colaterales no contemplados antes. Sucede aquí y en Suecia.
Pero también se explica por otro motivo. El cálculo político que lleva a priorizar unos objetivos sobre otros y entender que es imposible imponer la agenda completa y de una vez por todas. Negociar implica ceder aquello que puede esperar o, de plano, sacrificar, en aras de conseguir lo que se juzga impostergable e irrenunciable. Parecería que López Obrador ha decidido no hacer olas entre las élites por el momento a cambio de pavimentar el camino de alguno de sus proyectos más queridos: la generación de oportunidades para los jóvenes, por ejemplo.
En este juego de astucias el tiempo es oro. En más de un sentido es una carrera contrarreloj. La inercia de la toma de posesión y el cambio de régimen genera una luna de miel y un apoyo popular que esta a la vista. Pero irá menguando, a menos que algunas de las expectativas que abriga la población comiencen a satisfacerse. La opinión pública no entiende de matices, pero AMLO tendrá que echar mano de todos ellos para sacar adelante algún logro significativo, visible e impactante. El problema es que los otros tiburones también lo saben y muchos de ellos no estarán dispuestos a concederlo en su afán de ganar tiempo y esperar a que la desilusión de los ciudadanos lo debilite. Lo dicho, una danza de tiburones.