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¿Quién teme a masiosare?

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JORGE ZEPEDA PATTERSON
@jorgezepedap
REHILETE

La idea es obvia pero no se le había ocurrido a alguien: Guatemala no nos va a invadir y supongo que los Estados Unidos tampoco, y si lo hiciera da lo mismo tener un ejército porque le haríamos a los misiles lo mismo que en su día los niños héroes de Chapultepec a los marines. Y si no hay un extraño enemigo que osare profanar con sus plantas nuestro suelo, cabría preguntarse si podemos dar un mejor uso a los cerca de 250 mil miembros del ejército mexicano que defienden la patria contra un invasor inexistente. Justo la pregunta que acaba de hacer Andrés Manuel López Obrador.

Desde luego, las fuerzas armadas son un factor importante en materia de seguridad nacional en cualquier país moderno. Pero hoy en día la más probable amenaza externa tendría que ver con el terrorismo internacional y la interna con algún movimiento subversivo. Y en ambos casos entraña un desafío más relacionado con la inteligencia digital, militar y policiaca que con la fuerza bruta. Amenazas que, en todo caso, exigirían la intervención de fuerzas compactas y especializadas, no de un contingente de un cuarto de millón de personas. En un país con las carencias que enfrenta México, el Presidente electo se plantea con toda razón la posibilidad de utilizar esos ingentes recursos económicos y humanos de mejor manera.

Se me dirá que en los últimos doce años Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto emplearon al ejército para combatir al narcotráfico. Pero lo hicieron sin plantearse la pregunta anterior. Simplemente recurrieron al “rómpase en caso de emergencia” y utilizaron la manguera apaga-fuegos cuando la emergencia era en realidad una inundación. Emplear al ejército como policía de manera permanente equivale al que tiene una gran colección de pinzas pero termina utilizándolas para golpear clavos por carecer en casa de un martillo. López Obrador se ha planteado la posibilidad de deshacerse de la colección de pinzas, conservando alguna, y cambiarlas por fin por un martillo. Los excesos del ejército en sus labores de policía o su fracaso ante los cárteles depende menos de la calidad de nuestros militares y más de su incorrecta utilización. No es culpa de las pinzas que hagan mal el trabajo de un martillo.

Durante dos sexenios el ejército se la ha pasado dando golpes a la piñata de un lado a otro de la geografía nacional, aunque en ocasiones parece más bien que tunde a un avispero. Su intervención simplemente provoca que los facinerosos se trasladen a la región vecina y tan pronto como el ejército acude a otro lado, vuelven a instalarse sin mayor problema. Y allí está el caso de Michoacán para demostrarlo; como ningún otro estado se ha convertido en objeto de intensas y masivas campañas militares en repetidas ocasiones y, no obstante, el narco es dueño y señor del territorio.

Hace unos días escribí en el diario El País un artículo en el que argumenté la posibilidad de que el nuevo gobierno busque de plano una negociación con los capos.

Partiendo del hecho de que es imposible vencerlos mientras exista una demanda multimillonaria de parte del mercado norteamericano y de nuestras propias ciudades, lo más práctico consistiría en asegurarse de que la producción y el trasiego de drogas se ejerza sin la violencia explosiva que ha provocado el descabezamiento de los cárteles y la fragmentación del fenómeno en bandas cada vez más salvajes. Como todos sabemos, la mayor parte de la inseguridad y la sangre derramada es resultado de la lucha intestina de los cárteles y su disputa por plazas y regiones. La producción en Colombia o la distribución en Estados Unidos carece de esa violencia gracias a un crimen organizado capaz de delimitar territorios y actividades delictivas. Algo que se perdió en México cuando desaparecieron los interlocutores y hombres fuertes con capacidad de llegar acuerdos y cumplirlos.

La elección de Alfonso Durazo como próximo secretario de Seguridad sugiere que el nuevo gobierno podría estar pensando en esa dirección.

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