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Hace unas semanas cuando llegué a Mérida a sentir bajo mis pies la tierra de mis ancestros –sin olvidar mis afanes gastronómicos, un pecado del cual me es imposible redimirme–, no pocos me dijeron que en Yucatán los efectos de la marabunta del rencor “no había llegado”, entre otras cosas por las lagunas informativas de los diarios que se disputan una suerte de cacicazgo de la comunicación por muchos años dominado por el conocido clan Menéndez que parece, sin remedio, destinado a volatizarse en unos años más. Hasta el mayor resplandor no dura indefinidamente.
En un principio me desconcertó esa actitud, pareciéndome apática y hasta desconsiderada ante mis opiniones sobre la descomposición aguda del país –y en este punto no admito la leyenda negra del separatismo que no es sino un mal referente fundamentado en la defensa del federalismo de los yucatecos del siglo XIX–. Sólo en un punto encontré unanimidad sin ni una sola disidencia, no sólo en el círculo cercano –lo que es bastante comprensible por razones muy conocidas–, sino entre cuantos tuve la oportunidad de saludar pues tengo la costumbre de entablar conversación lo mismo con una marchanta del mercado que con la cajera del banco o el gerente de alguna cafetería. Es parte del ser periodístico. Y nadie, ni una sola voz reaccionó aprobando la gestión y el finiquito presidencial de enrique peña nieto; por el contrario, el repudio fue total y el deseo de su salida, pese a los consabidos temores sobre el qué pasará, no dejó de pronunciarse a medida que pasaban los días que destiné a un obligado descanso paralelo a un traspiés de salud. Para dolor de mis enemigos, los de dentro del poder, no encontraron en mí ningún tumor maligno ni nada que me impida redoblar el paso con la venia del Creador. ¿Qué espera el presidente López Obrador para proceder al respecto sin juegos de palabras?
En fin, durante varias jornadas, fui comprendiendo que Yucatán, y sobre todo Mérida, tenían sus propias razones para estar de rabioso luto, aquel que no puede aceptarse por ser consecuencia de una injusticia –lo he sufrido en carne propia y sé de lo que hablo–, por causa de un priismo soberbio, reducto del viejo caciquismo del asesino y narcotraficante víctor cervera quien jamás fue objeto de indagatoria judicial alguna a pesar de existir evidencias tan claras como la protección que brindó, alojándolo en uno de sus ranchos, al entonces prófugo Mario Villanueva Madrid, ahora encarcelado y con la esperanza puesta en la extradición desde los Estados Unidos.
El nexo entre padrino y ahijado siempre fue evidente… pero, cuando menos, el sujeto de referencia sufrió en su orgullo la peor afrenta para su soberbia desbordada: luego de gobernar diez años –contra el espíritu del Constituyente– perdió las elecciones municipales de Mérida en su pretensión de ser alcalde para seguir ejerciendo el poder tras el trono. Pocas semanas después se golpeaba el pecho para intentar ahuyentar el infarto fulminante que le recordó su carácter de mortal; ya el inframundo maya, Xibalbá, estará ocupándose de él.