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Cada que voy a Puebla elijo pasar por la calle 6 oriente 206, en pleno corazón de la capital de los ángeles y demonios; los primeros rodean la Catedral, los segundos se revuelcan en la podredumbre del Palacio de Gobierno infestado de ladrones y de tiburones cómplices. En fin, me detengo ante el hoy Museo de la Revolución cuya fachada aún muestras las balas del ominoso batallón de policía, comandado por Miguel Cabrera –cuya existencia terminó por su malsana osadía en el mismo sitio– cuando los hermanos Serdán iniciaron, con dos días de adelanto, la lucha armada contra la dictadura.
Aquel error precipitó los acontecimientos y posibilitó a Porfirio Díaz Mori, a quienes algunos desconocedores del espíritu patrio han vuelto a honrar y se mantuvo adherido al poder presidencial durante tres décadas, perseguir a Francisco I. Madero –Indalecio o Ignacio–, y dispersar a los rebeldes por todo el país; el antiguo latifundista, miembro de la alta sociedad de Coahuila pero idealista y formado con un nacionalismo acendrado, llegó así hasta Ciudad Juárez refugiándose, indistintamente, en una choza en el límite fronterizo o en El Paso, Texas.
Pero no le obedecieron sus caudillos, Pancho Villa y Pascual Orozco, y éstos decidieron tomar por su cuenta la emblemática urbe y lo hicieron a sangre y fuego mientras, al otro lado del Bravo, los catrines estadounidenses tomaban refrigerios y canapés mientras veían a lo lejos la matanza. Cuestión de culturas y refinamientos como espejos de la crianza del odio.
Esta sola batalla bastó para que el oaxaqueño Díaz renunciara y tomara el vapor Ipyranga hacia Europa en donde, claro, fue bien recibido por los sátrapas de entonces, entre ellos el Káiser de Alemania. Luego se refugió entre los franceses a quienes había combatido durante la invasión a México y hasta le fue dado el honor de empuñar la célebre espada de Napoleón. Nunca fue el exilio justicia suficiente para el viejo autócrata cuyos restos permanecen en la ciudad luz, en el cementerio de Mont-Parnasse, y allí deben permanecer como sentencia eterna.
Madero nunca fue el verdadero padre de la Revolución como considera el actual presidente electo a sólo diez días de su ascensión presidencia. No ganó él la primera batalla, la decisiva, y su martirio en febrero de 1913 fue causa de una contrarrevolución, encabezada por el embajador maldito Henry Lane Wilson y el borrachín imperturbable Victoriano Huerta Márquez, y el inicio de la guerra constitucionalista cuyo vencedor fue otro coahuilense ilustre, Don Venustiano Carranza cuya esfinge preside, junto a la de Juárez, mi modesto despacho. Me falta la de Morelos que busco con ahínco.
Tal debiera ser una enseñanza y una inspiración para el régimen que iniciará el primero de diciembre. Cuídese de las traiciones, Andrés Manuel, y de cuantos se han convertido en sus enemigos sin necesidad; recuerde que, por principios, no hay para usted reelección posible ni marcha hacia atrás. Le exigimos sus mandantes, eso sí, que no le tiemble la mano y actúe con valor. #cerocobardía.