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La democracia no puede ser intercambio de injurias, descalificaciones y hasta amenazas de muerte, crispadas las emociones y cegados los sentidos por la idolatría malsana y el rencor hacia quienes no comparten las mismas opiniones. Me parece que, dentro de la gama de incertidumbre que crece a medida de la cercanía con el finiquito peñista y el inicio de la denominad “cuarta transformación” de la República –a la cual espero ardientemente–, lo más grave es la intolerancia recrudecida en vencedores y derrotados como si las campañas proselitistas no hubieran cesado ni al interior de los partidos ni entre la comunidad confundida.
Para no pocos mexicanos, y esto debiera ser preocupación para el inminente futuro presidente de la República, los malos deseos se extienden a cuantos expresan opiniones distintas a las suyas. Lo he palpado recientemente ante la ira de algunos siniestros mensajes, en uno y otro sentido, destinados a socavar mi labor aduciendo que estoy al servicio de la mafia del poder, entendiéndose ésta como la del peñismo si provienen las injurias por parte de los llamados “amlovers” o del lopezobradorismo si no coinciden con las vendettas pendientes de los perdedores del 1 de julio. De esta manera, lograr el justo equilibrio de la objetividad –aunque algunos imbéciles entrometidos en el periodismo alegan que ésta no existe para cubrir sus sandeces–, resulta muy complejo, casi imposible, aunque sea regla irremplazable de los buenos comunicadores. De hecho, de una manera u otra los criterios para la descalificación banal son tan pobres como la endeble estructura de la democracia todavía en larga gestación.
A veces me pregunto si, de verdad, se postula lo mejor para el país o sólo para el grupo del que es afín, mintiendo descaradamente o construyendo infundios irresponsables que tienden a la desunión de la sociedad para, en la confusión aviesa, seguirla explotando y mancillando. De esto no se trata cuando se pretende construir el andamiaje de una nueva nación, en su cuarta transformación después de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Por cierto, falta que Andrés defina cuál es su icono entre los insurgentes de 1810 porque parece sólo arrancar de la figura inmensa del Benemérito, el mayor de los mexicanos de bien.
Es deber del todavía presidente electo, a quince días de modificar su condición por la de Constitucional, frenar a los perros de caza, muchos de ellos decididos a autoimponerse la misión de ladrar sin bozales, para que se eviten crispaciones innecesarias si bien, en otro nivel, siempre será bienvenido el debate de ideas, no de insultos. Una muestra la tenemos en el diputado Gerardo Fernández Noroña, quien a veces pierde el piso pero, en las más de las ocasiones, sabe sobradamente poner la basura en su lugar.
Tener valor no es gritar sino razonar y enfrentar a los cobardes que meten la cabeza, como peña y sus secuaces, a la hora de dar la cara a una sociedad afrentada por ellos.