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El mayoriteo

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Cuando el Congreso no hace otra cosa que seguir los lineamientos del presidente en turno, sencillamente se destruye a sí mismo, deja de tener objeto, se reduce a la irracionalidad para supeditarse a otro poder, cuando el Legislativo debe ser considerado superior en cuanto aglutina la representatividad de la sociedad, en su conjunto, en donde como reza el artículo 36 de la Constitución reside esencialmente la soberanía popular. El mandatario, titular del Ejecutivo es quien obedece; el mandante es el pueblo, quien ordena. Tal es un principio democrático fundamental.

Otra cosa es la autocracia en la cual el jefe del Estado carece de contrapesos y domina, de facto, a los otros poderes de la Unión, el Legislativo sobre todo, a fuerza de ejercer el cuestionable “mayoriteo” dejando a las minorías en el penoso papel de testigos de piedra en la mesa de los chantajes soterrados. Desde luego no es por esto por lo cual votamos todos, los morenistas y quienes no lo son, en busca de una verdadera transformación del sistema político mexicano destinada a romper los antiguos moldes generadores de corrupción, demagogia y negligencia brutal ante la violencia imparable y, sobre todo, la guerra de las drogas engendrada y administrada por las agencias de inteligencia de los Estados Unidos: CIA, NSA, DEA y FB.

Es tan obvio el tema que asombra el cinismo de quienes señalan a los mexicanos como entes diabólicos cuando todos sabemos que los grandes “padrinos” habitan en Nueva York, Chicago, Washington y Los Ángeles, en espléndidas mansiones, como las de la poderosa novia de Chucky, Elba Esther, mirando en casi todos los casos al mar infinito en las bahías más deslumbrantes del país vecino en donde las hipocresías rebosan y la imagen de la justicia es un marine solitario sobre las dunas de Medio Oriente.

Es por ello que el Congreso debe ser un contrapeso y NO UN ALIADO del presidente en funciones. Lo vemos ahora con el anaranjado Trump, el nuevo y nada gracioso “pato” Donald, tambaleante por cuanto haber pretendido ser superior a la fuerza del Capitolio, hundiendo a placer a sus cercanos colaboradores quienes, muy temprano, le dieron la espalda para denunciar sus tremendas desviaciones; y ya se habla de un escenario semejante al de 1974 cuando Richard Nixon pereció políticamente tras el caso Watergate y al ser señalado por evadir impuestos diez años antes de su mandato. Por cierto, renunció al cargo… ¡y no pasó absolutamente nada catastrófico! El hombre se fue a su casa y el vicepresidente, Gerald Ford, ocupó la Casa Blanca para brindarle impunidad a su predecesor como decisión primera.

Nadie debe asustarse por ello. Estoy convencido de que el presidente electo de México quiere pasar a la historia como uno de los mejores de cuantos hayan ejercido el mayor de los cargos ejecutivos del país. Desea parecerse a Juárez, quien luchó por la integridad de la República; a Madero, el mártir que entregó su vida burguesa para alzarse como revolucionario; y al general Cárdenas, vindicador de las mayores causas sociales.

Para ello sólo necesita un instante de determinación que posibilite la acción del Legislativo sin interrumpirla para asegurar los intereses de su régimen o bloquear las iniciativas incómodas.

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