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Es muy temprano todavía pero a este columnista le gusta amanecer cuando pocos están despiertos; es como una manera de ganar terreno al tiempo que los adversarios desarrollan sueños de grandeza en la omnipotencia del poder. Y desde que tengo uso de razón –algunos pensará que aún no lo desarrollo en seis décadas de vida y no ochenta años como alguna perversa sugirió por allá–, los mexicanos nos entretenemos jugando a la sucesión presidencial aun cuando apenas digerimos la reciente asunción de enrique peña nieto y sus tantos discursos prometedores y reformistas cuyas aplicaciones parecen bastante más complejas que las meras palabras y los papeles en donde están escritas. Lo importante es hacer… que para eso es ejecutivo, ejecutor y no proyectista con ribetes mesiánicos, característica permanente de cuantos han pasado por la residencia oficial de Los Pinos.

Pues bien, para nadie es un secreto que en cuanto al gabinete del presidente peña –por cierto, hasta Andrés Manuel le concede esta condición generosamente al contrario del adjetivo de “espurio” que le endilgó, con razón, a calderón–, puede hablarse de una suerte de triangulación respecto a los personajes con mayores posibilidades de convertirse en candidatos y defender la causa priista… con una izquierda hasta ahora dividida, con excepcional convocatoria callejera, y una derecha entre vaivenes pero con mantenido poder en el Congreso y más gubernaturas que en toda su historia.

Desde luego, el PRI pretendió volver para quedarse a como dé lugar, esto es sin pretender “concesiones” que, de nueva cuenta, le pusieran al pie del abismo, como está inexorablemente ahora. Ya puede asegurarse que se mantendrá como está mientras dura el sepelio al estilo de la comunidad afroamericana: esto es con un desfile de trompetas y tambores al ritmo de las plañideras. La utopía está en mentes, como la de peña, el más entrevistado estos días cuando apenas saca la cabeza para reverenciar al presidente electo, quien asevera que puede regresar a la Presidencia –el PRI se entiende–, si cambia de “apellidos” –él también– y de “esencias”. Podría pedirle a su consorte, si todavía lo es, que le traiga una de París con el aroma de Porfirio Díaz.

Ya hemos dicho que López Obrador, el último de los líderes naturales de nuestro país –quien transitó con esta condición por el PRI antes de convertirse en el gran factor neocardenista en el sureste de México en 1989–, tuvo una singular apuesta hasta el año anterior: pensó que peña podría claudicar, temeroso, de acuerdo a sus declaraciones últimas y a sus traspiés como felicitar al gobernador “electo” de Coahuila sin esperar la resolución del Tribunal Electoral, una institución prescindible para el mandatario saliente, según parece y volvió a darse adelantándose a los resultados electorales de 2018. Esta circunstancia pareciera andar paralela al cansancio de la ciudadanía insurgente que, sin mover pieza alguna a favor de la partidocracia, podría convocar al cumplimiento inmediato de proyectos que pueden llevarse todo el sexenio próximo.

Acaso el destino del nuevo gobierno debe ignorar los riesgos clarísimos, sopesando la incorrecta dirección de algunos de sus cuadros y sin el apoyo de ciertos grupos armados –por ejemplo, el “sup” Marcos, ahora Galeano, quien salió de la oscuridad para convertirse en cartonista de sí mismo– con los que debió dialogar a su paso, cansino y largo, por las zonas llamadas de conflicto. ¿O acaso no fueron aquellos periplos espléndidas oportunidades para convertir al líder político en un rehén todavía de mayores alcances mediáticos que el secuestrado Diego Fernández de Cevallos quien mantiene en el misterio los pormenores a lo largo de sus siete meses de cautiverio y calvario?

Tal es uno de los misterios por resolver mientras se intenta consolidar un gobierno con contundente mayoría.

Secretos de Estado.

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