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ANTONIO ATOLLINI
En la compleja trama de la política contemporánea, las críticas internas dentro de un partido político, lejos de ser meros desencuentros de egos inflados, representan una amenaza silenciosa que erosiona los cimientos mismos de la democracia. Como militante partidista con una profunda inmersión en la filosofía política, no puedo dejar de señalar la paradoja flagrante que se presenta cuando los guerreros del mismo estandarte se lanzan dardos envenenados entre sí.
La unidad partidista es la fortaleza que ha resistido los embates del tiempo y la adversidad política. Sin embargo, cuando las críticas internas se vuelven un espectáculo público, la cohesión se desintegra y, con ella, la confianza del electorado. En un momento en que la ciudadanía clama por liderazgo sólido y visiones claras, las fisuras internas se convierten en un lastre que debemos abordar con urgencia.
Es imperativo, entonces, que los miembros de un partido político, imbuidos de la filosofía que sustenta su existencia, reflexionen sobre la verdadera naturaleza de sus críticas. ¿Son meras pugnas por el poder interno o un genuino cuestionamiento hacia la dirección ideológica del partido? La crítica vacía, carente de fundamentos y desprovista de una visión alternativa constructiva, no es más que un juego peligroso que amenaza con dejar a la deriva el barco de la política.
La democracia no prospera en la disonancia, sino en la armonía de ideas que se debaten con respeto y se construyen sobre la base de un proyecto común. Las críticas internas, cuando están enraizadas en la reflexión profunda y la preocupación genuina por el bienestar de la sociedad, pueden ser el catalizador de una evolución saludable. Sin embargo, cuando se convierten en herramientas de desestabilización sin un propósito claro, se convierten en la némesis misma de la democracia.
La experiencia en los medios de comunicación me ha enseñado que la narrativa política es un delicado equilibrio entre la persuasión y la autenticidad. La ciudadanía demanda líderes que no solo articulen visiones, sino que también encarnen esos valores en su actuar diario. Las críticas internas desmedidas erosionan la autenticidad, dejando a los votantes cuestionando la integridad de aquellos a quienes confiaron su voz.
Es hora de un llamado a la reorientación de nuestras críticas, de dejar atrás la retórica vacía y abrazar un diálogo interno constructivo que busque el bien común. La política no es un juego de poder por el poder mismo, sino un compromiso sagrado con la construcción de un futuro que refleje los valores que defendemos. En esta encrucijada, la filosofía política debe ser nuestra brújula, guiándonos hacia la coherencia y la unidad que nuestra democracia tan desesperadamente necesita.