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Reformar al gusto del presidente; así lo expresa él mismo cuando interpuso nuevas iniciativas para adecuar el modelo de la flamante Guardia Nacional a los fines y criterios del propio mandatario y extendiendo el debate entre los legisladores, tanto federales como locales en cada uno de los treinta y un estados federales y la Ciudad de México, en donde los seguidores de Morena no tienen dificultad alguna para proceder a favor del Ejecutivo federal dada su excesiva representatividad al estilo del viejo mayoriteo priista con una salvedad: la legitimidad con la cual llegaron con el refrendo indiscutible de las urnas.
No debiera existir poder superior a la soberanía popular ni es válido argüir que en obsequio a las soberanía de cada entidad de la República pueden los congresos locales determinar un cauce distinto al de la legislación superior que emana de la Carta Magna; ninguna constitución regional es superior a ésta y, por ende, debieran los estados aceptar que forman autonomías, y no soberanías, para comenzar a poner el orden en materia republicana. Bien me decía mi maestro Ignacio Burgoa Orihuela que no habría mayor reforma al documento supremo que cumplir con cuanto ordena siempre y cuando se llamara a las cosas por su nombre. ¡Cuánta razón tenía!
Una muestra, en el Nuevo León de Jaime Rodríguez Caldero, El Bronco, los nuevos diputados aprobaron su rechazo al aborto en cualquiera de sus modalidades incluyendo el terapéutico y el derivado de una violación, circunstancia aberrante que destruye la vida de mujeres, adolescentes –y hasta niñas–, sujetas al flagelo de la dominación machista inaceptable y, además, criminal porque asesinan el espíritu y el futuro de sus víctimas. No es sólo un pecado de acuerdo a los mandamientos de los católicos sino un delito de lesa humanidad por sus consecuencias.
De allí la urgencia para determinar los nuevos escenarios comunitarios, con la familia en el centro de los mismos. Premiar a los violadores con el privilegio de un hijo de quien no se ocuparán equivale al brutal desdén de los radicales, los nazis, por ejemplo, respecto a otras razas y otros pueblos. Y esto, sencillamente, debe superarse; no cabe, además, en los propósitos de una Cuarta Transformación cuyas nociones de justicia se quedan a la mitad: exhibir los crímenes de Estado, los del pasado, sin perseguir y encarcelar, en su caso, a los delincuentes. No es así como se entiende una justa compensación social a los agravios cometidos por los infames; la coerción es el parapeto, además, para evitar nuevos atropellos y la reincidencia brutal de los peores.
Regresar al medioevo, como en Nuevo León –allí donde anda un Bronco mochador de manos y habilidoso para ganarse al presidente contra quien compitió–, sería convertir a la pretensa Cuarta Transformación en una parodia sin límite en pleno siglo XXI.