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Es tan profunda la corrupción en México que se construyeron valladares para mantenerla más allá de los sexenios amorales del PRI y el PAN; digamos desde la administración de miguel de la madrid, ya extinto y menos resistente que el casi centenario echeverría, cuando se rompió la lógica política con la incorporación de México a América del Norte –de niños nos enseñaron que pertenecíamos a Centroamérica–, a cambio de añejarnos del cono sur y del propósito de crear un Mercomún Latinoamericano. Fue ésta, sin duda, una gran traición a México.
El primer punto del gran tejido de la corrupción comienza con el entreguismo notable de los regímenes del pasado y la pasividad del actual ante el acecho frecuente del “pato” Donald Trump y su histeria a favor del muro de la ignominia. Ha sido cuidadoso el presidente por cuanto sabe de la inestabilidad mental del huésped de la Casa Banca –esperemos que sólo por dos años más–, y su capacidad felona por construir escándalos globales basándose en sus ambiciones personales; ahora es el petróleo venezolano la guía inmediata para las familias estadounidenses desde los Bush hasta los Trump. Por eso repudio a las dinastías enraizadas al poder.
De lo anterior deviene uno de los mayores absurdos que he atestiguado: la postura del fiscal general, Alejandro Gertz Manero, respecto al caso Odebrecht –la secuela de sobornos de mayor calado en las últimas décadas o en casi un siglo–, con el fútil alegato de que existe un compromiso soterrado para no hacer averiguaciones al respecto, firmado por los procuradores de México y Brasil hace algunos años, a cambio de un insondable intercambio de informaciones. El espionaje por encima de la ley y la justicia.
Si hablamos de una “cuarta transformación”, con tantos adherentes en el país, resulta absurdo apegarse a un acuerdo que contradice nuestro orden legal y hace mella de nuestra soberanía. Sencillamente no cabe, bajo ningún argumento, privilegiar a los ladrones que fueron untados con dólares –no sólo los ex directores de PEMEX sino también sus jefes, los ex presidentes–, y ofender y acotar al Estado de Derecho que NUNCA podrá asimilar enjuagues subterráneos de este tipo y menos si se trata de construir una democracia que, por lo visto, es bastante endeble.
Si así vamos, no hay razón para que se solicite la extradición de “El Chapo” por la misericordiosa idea de que ningún mexicano debe ser tratado como animal rabioso y encerrado de por vida en una jaula, ni siquiera una de esas perreras en donde los “amos” determinan la existencia de sus posesiones de cuatro patas. Y, después, erigirle un monumento, en Badiraguato por ejemplo, en homenaje a sus capacidades para combatir, enajenándolos, a las nuevas generaciones de norteamericanos.
Si la ley importa no existe razón para haber enviado al capo citado, y a muchos otros, hacia USA; algunos de ellos sin ser juzgados en nuestro territorio y en el caso de Guzmán Loera por no poder contener sus fugas de película. También en esta instancia perdimos, como nación, el respeto hacia nuestras fuentes de derecho. Ya solo esperamos ver a Baltazar Garzón, español fanático, presidiendo la Suprema Corte de Justicia de la Nación (mexicana).