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Viendo hacia el futuro puede creerse que México tiene ante sí dos caminos: la dependencia total bajo el flagelo de las rectorías de Norteamérica y el perverso Trump; o un cambio sustantivo del “sistema” con la fuerza de una juventud que no tolera la partidocracia, aborrece la corrupción y quieren el rescate de su patria. Así lo percibo cada que dialogo con los universitarios y me dan alientos. Les digo lo amargo de saber sobre la imposibilidad de ver una transformación real del país a corto plazo, y más si nos gobiernan los continuistas a quienes sólo asustan los reclamos de la Casa Blanca y los posibles escándalos por sus riquezas mal habidas; pero los temporales pasan y los sinvergüenzas mantienen dominio, territorial y mental, sobre millones de mexicanos agazapados. Y esto me revienta por dentro.

A los jóvenes comento que mi generación y varias de cuantas vienen detrás han fracasado rotundamente; quizá el parteaguas de 1968 nos condujo a la derrota interior y al ostracismo que pende de la impotencia. Creo, sinceramente, en la postración de muchos de quienes fueron protagonistas de aquellos hechos, fueron encarcelados y saben la verdad sobre los crematorios militares ahora ocultos bajo las siete llaves de las mentiras castrenses. No pudieron, de verdad, continuar el camino y ahora, como este columnista, nos agobia el presente con la esperanza en la cuarta transformación todavía. ¿Cayó la hegemonía del PRI? ¿Y para qué? De cualquier manera están emboscadas las mismas mafias luego de doce años de tremenda simulación con una derecha sin capacidad para gobernar y muy propensa a las amoralidades y a los desvaríos, egocéntricos y alcohólicos. En punto cero arrancó el nuevo sexenio en diciembre pasado.

Me temo que ser optimista, en estos tiempos y como tanto hemos repetido, es caer en la demagogia más recalcitrante, la misma que se da cuando se considera ofensivo cuestionar al presidente porque –se alega– con ello se falta al respeto a la sagrada institución, esto es como si la suprema voluntad fuese la cúspide del poder contrariando la tesis democrática del gobierno de todos y para todos; por ello, claro, se confunden los términos mandatario –quien obedece– y mandante –aquel que ordena–, siendo la figura del segundo la acreditación toral de la soberanía popular.

En España, por ejemplo, se insiste en la supremacía de una monarquía sin más sustento que las ceremonias denominadas de representación; aun así, los Borbones –con sangre mexicana más bien como explicamos en El Alma También Enferma–, cobran al año bastante menos que los ministros de la Suprema Corte de Justicia de México, el presidente de la República, el de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y, por supuesto, el diligente consejero presidente del Instituto Nacional Electoral. A Felipe VI le entregarán este año estipendios por 234 mil 204 euros –tres millones 900 mil pesos en promedio, variables de acuerdo al tipo de cambio–, mientras el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, en México, se lleva más de siete millones de pesos en el mismo plazo aun cuando alegue que trabaja bastante más que la testa coronada. Allá, siquiera, el monarca se redujo el sueldo en más de cincuenta mil euros y aquí hasta el alcalde de la población más depauperada se fija honorarios muy por encima de la realidad.

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