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Por Eduardo López Betancourt
Cuando los dictadores se van, la historia se queda y no hay una más cruel y divertida que la de Francisco Franco, el hombre que durante décadas se creyó Rey de España. Con ayuda de sus amigos fascistas, Franco se apoderó del país y lo convirtió en una dictadura sangrienta, pero, como todos los tiranos, su legado es una mezcla de risa y lágrimas.
Este relato es cruel porque muestra cómo los que una vez tuvieron el poder absoluto, terminan siendo juzgados y condenados por sus errores; y, es divertida porque nos hace reír, de la ironía de que aquellos que creyeron ser dioses, terminan siendo simples mortales.
No solo Franco, otros líderes autoritarios han seguido el mismo camino, tal es el caso de Juan Domingo Perón, Ex presidente argentino. Utilizó su liderazgo populista para reprimir a la oposición política; también, Getúlio Vargas, Ex presidente de Brasil, empleó el nacionalismo económico y la justicia social para justificar su autoritarismo. Estos líderes comparten una característica común, su soberbia y sed de control, los llevó a absorber todo el poder posible, pero, al final, su legado de odio y represión dejó una estela de sufrimiento y una sociedad dañada.
¿Qué les pasa a todos los que dejan el poder? Simplemente la historia los juzga y los condena por sus errores. Pero, antes de irse, intentan dejar a sus incondicionales, como si eso fuera a cambiar algo.
Sin duda algo patético, los pueblos no olvidan, recuerdan y aprenden de los errores del pasado. Así que, insistimos, cuando los dictadores se van, la historia se queda, y nos recuerda que la concentración de poder y la supresión de la libertad pueden tener consecuencias devastadoras y eso es algo que les marcará simplemente como dictadores del mal y por siempre serán víctimas funestas del desprecio.