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abril 30, 2024

Voces

La realidad no se cambia por decreto

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María de los Ángeles Estrada G.

La corrupción y otros delitos se nutren y se refuerzan a través de la impunidad. En México, de cada 100 delitos que se cometen, sólo 7.6 se denuncian y sólo 14 se resuelven. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2023 realizada por el INEGI, la gente no denuncia principalmente por dos razones: porque les parece que es una pérdida de tiempo —básicamente porque en el 46% de los delitos en los que se inició una investigación no pasó nada— y por desconfianza en la autoridad. Sin embargo, es posible que en caso de los servidores públicos, las razones sean distintas.
Este es el caso de un exservidor público, a quien por razones de confidencialidad llamaré “Juan”. Juan fue el último encargado de la construcción de una obra para conmemorar los cien años de alguna de las muchas fechas patrias que celebramos. El costo original de la construcción era de 23 millones de dólares. Juan comenta que cuando el contralor general del país le entregó el expediente de la obra, le dijo que en él había varias irregularidades y que, “en nombre del Señor presidente” le pedía que terminara la obra en tiempo y que la limpiara de “posibles irregularidades”.

“El expediente de la obra estaba repleto de pruebas de corrupción”, comenta Juan, quien, para dar cumplimiento a su encargo, continuó la obra con mucha diligencia, asegurándose de que, al menos en el último tramo de la construcción, no hubiera más actos de corrupción. Pero ya era demasiado tarde. La corrupción previa ya había generado demasiados costos adicionales que debían cubrirse. Juan comenzó a pensar lo que pasaría cuando la obra se terminara y el expediente se hiciera público, ¿sería él responsable de no denunciar los distintos hechos de corrupción de los que tenía pruebas?

Juan decidió acudir a sus amigos secretarios de estado, quienes coincidieron en que lo peor que podía hacer era denunciar, pues eso desviaría la atención de lo verdaderamente importante: la obra y la celebración. Le aconsejaron que, una vez que la construcción estuviese terminada e inaugurada, “limpiara el expediente”. Juan no estaba del todo seguro, por un lado, pensaba que si no denunciaba él podía meterse en problemas legales y, por el otro, que denunciar podría ser interpretado por la alta cúpula de la administración pública como una falta de eficiencia. Juan decidió no denunciar porque la instrucción había sido, terminar la obra y limpiarla de irregularidades y Juan lo había hecho, aunque a un costo altísimo, más del triple de lo que originalmente se había previsto. La obra que terminó costando 77 millones de dólares.

Un 29 de febrero, la obra fue inaugurada por el presidente. El 1 de marzo, Juan fue despedido y no le permitieron más la entrada a su oficina. El 5 de marzo, Juan recibió una orden de aprehensión por diversos delitos de corrupción en contra de la hacienda pública.
Han pasado más de 10 años y Juan ha gastado todos sus recursos económicos en abogados. Ha salido airoso de todos los procesos en su contra, varios porque los delitos ya prescribieron, pero el costo personal que Juan ha pagado por no convertirse en denunciante ha sido enorme. No puede volver a ser servidor público, su nombre ha quedado enlodado para siempre y sus “amigos” altos servidores públicos no le volvieron a recibir ni una llamada. Cuando le pregunté que por qué no había denunciado, me contestó “no quise que pensaran que era un inútil y que no hice bien mi trabajo”. Le pregunté si se arrepentía y me contestó, mucho.

En México, ser denunciante de corrupción es costoso —personal, económica y socialmente— y peligroso. Pero para un servidor público lo es todavía más, porque existe una alta probabilidad de que la maquinaria del Estado se le revierta y —como hemos visto en varios casos— termine siendo el denunciante a quien se le acuse del mismo delito que denunció. También es muy probable que lo metan a la cárcel, porque así matan dos pájaros de un tiro: callan al traidor y dan ejemplo de cómo es que se está “combatiendo la corrupción”.

Las razones de por qué los servidores públicos no denuncian son distintas a las que tenemos los ciudadanos. Es posible que la razón sea el temor de terminar siendo imputado o que denunciar mostraría que son servidores públicos ineficientes. Recordemos el caso de Jaime Cárdenas, que renunció al INDEP señalando que dentro de la institución hay corrupción que se denunció ante la fiscalía. ¿Será que esas denuncias le costaron el puesto? No lo sabemos, lo que sí sabemos es que el presidente no agradeció a Cárdenas su honestidad y su valentía de denunciar, más bien dijo que “hay gente muy buena […] pero no se les da lo del trabajo como servidor público [y que] el que se aflige, se afloja”.

Desde hace varios años, algunos activistas, académicos y legisladores hemos externado la necesidad de que en México se promulgue una ley específica para proteger a los denunciantes de la corrupción que se comete en el gobierno. De hecho, hay más de 5 proyectos de iniciativas de ley en el congreso.
Sin embargo, cada vez más creo que la promulgación de una ley no hará ninguna diferencia, porque parece que la exigencia de que un servidor público haga con diligencia y eficiencia su trabajo incluye limpiar de toda responsabilidad a sus compañeros servidores públicos que cometieron un acto de corrupción.
De nada van a servir las leyes, los procesos ni la tecnología para incentivar la denuncia, si no cambiamos la cultura de impunidad que hay en el servicio público. No gastemos más dinero ni tiempo en redactar iniciativas o desarrollar aplicaciones, centrémonos en mejorar la calidad de servicio público, en redignificar sus funciones y en procesos de selección más estrictos. Porque ya lo hemos visto muchísimas veces, la realidad no se cambia por decreto.

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