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Echados en la hamaca | La política como herramienta de cambio

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ANTONIO ANTOLLINI

Un Parlamento no es un salón de elegante decoración en donde hombres y mujeres se sientan a redactar, presentar, discutir y aprobar leyes. Debemos alejarnos mucho de esa ficción liberal que nos presenta una forma de hacer política ordenada, disciplinada y alejada de todo contexto como si todo se hiciera “en un lugar desde ninguna parte” y todos fuéramos capaces de entender todo, en todo momento, de la misma forma bajo el principio de lograr eficiencia y rendición de cuentas.

Los demócratas latinoamericanos —por buena parte del siglo XX— experimentaron la problemática política de no poder convertir a la mayoría social de sus calles en mayorías políticas en sus Parlamentos. No fue falta de ganas, pericia o creatividad política, sino la relación asimétrica entre los partisanos y militantes de un partido político de izquierda o liberal frente a todo el aparato represivo del Estado, es decir a policías y militares, financiados por el Gran Capital de las corporaciones económicas. Imaginar un mundo en donde quepan muchos mundos siempre ha resultado una amenaza para la avaricia y la usura.

Un Parlamento debe constituir el espacio institucional —es decir, uno en donde existan reglas y procedimientos consistentes en el tiempo que le permitan tener claridad a los miembros sobre qué hacer cuando no se sepa qué hacer— en donde la soberanía de un Pueblo se exprese y defienda como parte del proyecto Republicano del que forma parte el Poder Legislativo. Ahora bien, para América Latina este compromiso ha sido difícil de alcanzar en la medida que nuestros verdugos han tenido distintos rostros: los terratenientes, los hacendados, los latifundistas, la oligarquía económica y financiera, los poderes fácticos de la delincuencia organizada y de los grandes medios de comunicación, los organismos intervencionistas financiados por el capital extranjero, el Poder Judicial, el Ejército… Estados Unidos. Frente a esto, lo único que nuestros pueblos han tenido es la política. Nuestra única arma pero la más fuerte, sin duda.

La política.

La política.

La política.

No tenemos otra mejor arma para combatir la desigualdad que la política. Frente a la racionalidad económica que justifica el despojo, la política del bienestar compartido. Frente a la ley del más fuerte, la política que no deja a nadie atrás ni afuera.

Y es por eso que no sólo es la mejor postura ética, sino también el programa económico más sustentable en el tiempo: como dice el Presidente López Obrador, “por el bien de todos, primero los pobres.”

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