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SEBASTIÁN RAMÍREZ
La misoginia y el clasismo son dos cosas que Vicente Fox nunca ha tenido reparo en relucir. Desde que describió a las mujeres como “lavadoras de dos patas” y se volcó contra las y los trabajadores, sus fobias son bien conocidas por la gente. En las últimas semanas sus comentarios antisemitas también se han hecho presentes al señalar a Claudia Sheinbaum como “judía y extranjera” a pesar de ser nacida en México y como si la religión que practique o no, fuera algo relevante en el plano político.
No es la primera vez que el mentor político de Xóchitl Gálvez orquesta una campaña abiertamente antisemita al amparo de Acción Nacional, que en ninguna ocasión se ha deslindado de los dichos de uno de sus cuadros más representativos, así como tampoco lo ha hecho la señora Gálvez. Pareciera, cada vez más, que, para la derecha ni las mujeres, ni los trabajadores, ni los pobres son sujetos de derechos, como tampoco lo son todos quienes no pertenecen a esa pequeñísima élite que durante décadas se pensó dueña de México. En este sentido, no debería resultarles una sorpresa que el Pueblo los rechace elección tras elección.
Los discursos de odio no tienen lugar en democracia. Sin importar el espacio del que vengan, es un imperativo ético y moral señalarlos y condenarlos, especialmente para quienes aspiran a representar al Pueblo y tienen incidencia en el debate público. El silencio no solo los hace cómplices, sino también confirma que los suscriben. Tal es el caso de la candidata del PRIAN, que nunca ha podido desmarcarse de las fobias que caracterizan especialmente al PAN.
