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Jorge Gómez Naredo
Es claro que la destitución y el posterior encarcelamiento del presidente del Perú, Pedro Castillo, atenta contra la democracia no sólo en ese país, sino en
toda América Latina.
Desde un principio, la gestión de Castillo fue atacada por la élite peruana y por los medios de comunicación hegemónicos de aquel país. La confrontación llegó a tal magnitud que era evidente que, desde el Congreso, se le iba a destituir, no porque fuera incapaz de gobernar o por “incapacidad moral”, sino porque dicho mandatario no era afín a las élites.
La postura del presidente Andrés Manuel López Obrador, dentro del respeto a la autodeterminación de los pueblos, ha sido contundente. El día de los hechos, en sus redes sociales, lamentó la destitución del mandatario sudamericano.
Al día siguiente, durante la conferencia de prensa, ahondó en ello: “lamentamos mucho lo que sucedió porque, desde que ganó legal [y] legítimamente, Pedro Castillo fue víctima de acoso, de confrontación. No aceptaron sus adversarios, sobre todo las élites económicas [y] políticas de ese país, el que él gobernara, entre otras cosas -y eso es lo que más lamento-, porque lo consideraban serrano. Una vez me comentó que cuando caminaba por Lima había señoras que cuando pasaba hacían esto, muy ofensivo, se tapaban la nariz”.
El presidente López Obrador sabe perfectamente que la derecha en América Latina es golpista, y que cualquier resquicio que tenga, buscará desestabilizar a gobiernos que se considere progresistas.
Por eso, el apoyo mostrado a Pedro Castillo, dentro del respecto al Perú, es muy significativo, y representa una lucha no sólo por la democracia, sino para la dignidad de los pueblos de América Latina.
