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Al Papa Pío XII le señalaron, discretamente porque en su época cuestionar al Papa era caer en el estigma, sus relaciones con Hitler cuando fue Nuncio en Alemania y después también; es fama que bendijo a los ejércitos fascistas, los de Mussolini, antes de iniciar las batallas iniciales de la Segunda Guerra Mundial y la comunidad judaica le acusó de no haber intervenido con mayor firmeza cuando conoció los horrores nazis en los campos de concentración. Muchos años después, Juan Pablo II visitó Auschwitz, la mayor de las prisiones en donde se consumó el Holocausto, como si se tratase de un acto de contrición por los pecados eclesiásticos de la época: sólo unos cuantos sacerdotes, con riesgo de sus propias vidas, se atrevieron a guarecer a los inocentes perseguidos.
Con el Papa Francisco –el argentino y jesuita Jorge Mario Bergoglio–, parece que existe una tendencia temprana a descalificarlo por ciertas sospechas sobre su cercanía con la dictadura, en concreto con el jefe de la Junta Militar, entre 1976 y 1981, Jorge Rafael Videla Redondo. La peor de las acusaciones insiste en que el jesuita no reaccionó ante la desaparición –y muerte, obviamente– de dos de sus hermanos de Orden, Orlando Yorio y Francisco Jalics. El segundo, por su nombre de pila, pudo haber sido inspirador para Bergoglio a la hora de imponerse su propia denominación como Pontífice. Por supuesto, el Obispo de Roma, quien “cayó bien” en México aunque con grande controversia, niega los señalamientos y aduce que, de acuerdo a ese tiempo, actuó con prudencia y energía… hasta donde le fue posible.
Juan Pablo II, el Magno, con quien tuve el enorme privilegio de conversar en dos ocasiones inolvidables para mí, tampoco se libró de la maledicencia. Este columnista ha insistido, pese a la admiración que profeso al ahora Santo, en sus tres graves fallas con relación a México: su extremada tibieza en torno del crimen contra el Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo cuyos sucesores –en especial el ya retirado Juan Sandoval Iñiguez, quien sí votó en el Cónclave último–, no admiten las versiones oficiales armadas con los pies, esto es para darle salida rápida a un magnicidio que acaso prendió, desde entonces, la chispa de la violencia en abril de 1993 y luego vendría el año de la barbarie; la segunda fue la extremada tolerancia y protección al pederasta Marcial Maciel –muy hábil para los manejos financieros en una época en que la Santa Sede se había desangrado por las interrelaciones entre el Obispo Paul Marcinkus, gerente del Banco del Vaticano, y la mafia italiana a través del Banco Ambrosiano–; y, por último, el talante de las negociaciones con Carlos Salinas para posibilitar las reformas al artículo 130 de la Constitución, reanudándose las relaciones diplomáticas entre México y el estado Vaticano acaso con la factura del crimen contra el Cardenal Posadas de por medio.
Cada vez que se ha producido una crisis en el seno de la Iglesia, sobre todo cuando los sucesores de San Pedro son severamente cuestionados, los altos prelados defensores aducen que se trata de una nueva campaña del Mossad –la agencia de inteligencia de Israel– para cobrarse así pasadas afrentas y el hecho de haber señalado a esta comunidad como la verdadera responsable de los sucesos del Monte Calvario, sin medir que, en aquel tiempo, también Jesús provenía de Galilea en donde se profesaba el judaísmo. De allí, por supuesto, el encono entre quienes no reconocen a Cristo como el verdadero redentor y siguen esperando la llegada del Salvador, si bien aceptan que el hijo de Dios debe ser considerado uno de los grandes maestros místicos de la historia; no niegan su existencia, entonces, sino su condición.