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La injusticia, que inicia con la ausencia de gobierno y la negligencia oficial, cala en cambio a los espíritus libres y los asfixia. Si se prolonga, mayor es no únicamente la frustración sino el rencor, solo contenido en apariencia, que nos impulsa a reclamar, exigir, perspectivas mejores para quienes nos siguen. Nada más terrible que los caminos se cierran igual a nuestros hijos y nietos, a nuestra herencia genética por la resistencia inaudita de los perversos que atesoran poder no para servir sino para servirse por los demás en un ciclo, el actual, carente de liderazgos con credibilidad, esto es sostenidos con la congruencia y no las explicaciones ramplonas. Sin la sensación de la justicia se pierde hasta la sensibilidad por la libertad. Y esto ocurre, en especial para el gremio periodístico, desde la funesta década de los ochenta de la centuria pasada, cuando menos, y diez años atrás en cuanto a la descomposición social por obra y gracia de la represión.
Entre el 5 y 7 de febrero de 1986, el escritor, periodista y político, Carlos Loret de Mola Mediz, mi padre, fue cobardemente asesinado. Un crimen de Estado, sí, aunque algunos mercenarios de la letra impresa, con la sordidez que los caracterice, minimicen las afrentas que no han padecido ellos en carne propia para presentar los hechos consumados como “patrañas” o febriles pensamientos de novelistas extraviados como, en más de una ocasión, he señalado como responsables del suceso y no se han atrevido a contestarme ni, mucho menos, a presentar en tribunales pruebas suficientes para contrarrestar mis denuncias periodísticas, perdida la fe en los órganos señalados, precisamente, para mantener el justo equilibrio entre la justicia, superior, la ley y los intereses corporativos, también a los traidores que siguen disfrutando del erario a pesar de múltiples señalamientos en su contra. No entendemos como alguien acusado por pederasta, por las voces de once pequeños abusados en Cancún, siga siendo jefe de la bancada priísta en el Senado o un represor de cepa, tránsfuga, pretenda convencernos de que, ahora sí, es de izquierda y sirve a la causa de la renovación supuestamente abanderada por Andrés Manuel; me refiero claro al también senador, “electo” por el PT y ahora morenista, Manuel Bartlett Díaz el “Hoover mexicano”, indefinido y cobarde, refugiado bajo los pantalones del ícono de los liberales a quienes tanto persiguió… y criminalizó.
Alguna vez, un sujeto extranjero –como a tantos de fuera a quienes les abrimos las puertas ejerciendo la xenofobia al revés; solo en México suele darse este fenómeno–, me espetó diciendo que escribía por rencor. Y le respondí:
–Cuando no existe justicia, el rencor se justifica y se desarrolla. No es posible olvidar con la misma facilidad con que lo hacen los ofertantes en las campañas proselitistas con la memoria trastornada desde el momento mismo en el cual cesan los escrutinios.
Y es cierto que, sin llegar al extremo de la venganza ciega, el hondo dolor por la impotencia acelera las pulsaciones y nos obliga a recorrer sendas más peligrosas siquiera para exhibir a la satrapía gobernante y tratar con ello de frenar sus tendencias represivas, su honda descomposición mental por la que se permiten hasta tomarse las vidas ajenas o manipular con ellas. Desde Tlatelolco hasta Iguala, pasando por Aguas Blancas, Chenalhó y Tlatlaya. ¿Acaso nunca metieron las manos los infelices con uniformes a quienes el mundo se les cierra a las órdenes de sus superiores ahítos? Cuanta vergüenza histórica cargan sobre sus hombros; cuánta sangre derramada impunemente.
Hoy, a treinta y tres años de distancia, sigo llorando la muerte de quien me lo dio todo, incluyendo la magnífica estafeta de su profesión, limpia y sólida. Y lo hago no porque no haya sido capaz de superar el duro trance, como lo han hecho muchos otros valerosos mexicanos quienes no cesan en su clamor, sino por atestiguar la pobreza institucional cuando se trata de un reclamo ciudadano sobre un hecho incontrovertible e igualmente inextinguible.
¿Requerimos sentir en carne propia las agresiones para rebelarnos? Les digo a quienes no han pasado por estos tragos amarguísimos que si no suman sus voces pronto se postrarán ante cuanto ya no tenga remedio, la muerte de algunos de los suyos, sojuzgados por el peor de los atentados contra los seres humanos: Precisamente, la injusticia con la que se nos va de las manos la señora libertad.
Es esta injusticia la que en esta fecha, cada año, cala mi espíritu profundamente. Desde 1986 dialogué con presidentes de la República, secretarios de Gobernación –de distintas filiaciones y caracteres–, procuradores generales, funcionarios de distintas escalas como los directores de la CISEN, algunos jefes de los cuerpos de seguridad –incluyendo, claro, miembros del ejército de la más alta jerarquía, esto es secretarios de la Defensa Nacional–, y hasta personajes del alto clero que llegaron a saber, a través del secreto de confesión lo que me obligaba a interpretar el sentido verdadero de sus palabras-, cuanto pasó en aquella ruta de la perversidad entre Ciudad Altamirano y Zihuatanejo con una última, definitiva escala, en Vallecitos de Zaragoza donde don Carlos fue enterrado como desconocido en una fosa semiclandestina, muy parecida a las que hoy rodean Ayotzinapa por sus serranías. ¿No se explica con ello el llanto por la impotencia tras tantas décadas de lucha por la verdad?
Me lamento por mí y no puedo perdonarme.