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Detrás de los dramas

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Decíamos hace apenas unos días que la tragedia ha sido la compañera más fiel de los mexicanos en el transcurso de las últimas décadas; siempre tenemos motivos para el luto y acaso este permanente pesar es el que impulsa a la cultura lúdica sobre la muerte convertida ahora en una de las evocaciones sobre nuestra gran nación, aunque las calaveritas sean a veces de dulce o se conviertan en las máscaras detrás de las cuales escondemos nuestros rostros en el mundo del consumo y la violencia.

Suelen decir, en el extranjero, que los mexicanos no le tememos a la muerte y algo de razón lleva esta sentencia si bien, en el fondo, nos sentimos muy distante de ella cuando lanzamos bravuconadas o nos creemos tan fuertes como para poder superar el aullido de los lobos que nos mordisquean a cada rato. En el fondo recreamos la imagen de la parca no con la risueña aplicación de Posada, el eterno grabador, sino más bien con los pelos de punta, fresco el grito de las adolescentes, conteniendo el impulso a visitar cementerios y osarios porque no sea que tal nos invite a quedarnos. Nunca se sabe, entre una reunión de amigos, para quién es la última vez.

Por eso hablaba, tras el drama de Tlahuelilpan apenas hace unos días, sobre la fragilidad de la vida y la línea imperceptible entre la realidad y la asfixiante incertidumbre sobre lo que hay después de la muerte, cuando ya no se tiene defensa terrenal y solo podemos acogernos a la fe, cualquieras que sean nuestras creencias o incluso el agnosticismo de algunos. Pero morimos y pensamos que únicamente lo haremos del todo cuando no haya nadie quien nos recuerde; ¡si meditáramos sobre lo fácil del olvido, el temor a dejar la tierra sería mucho mayor aunque nos llovieran cataratas de apaciguamiento para el alma atormentada! Y no tomamos en cuenta que si ésta sufre es porque existe y si tal es, el concepto de eternidad es profundo y cierto. (El Alma También Enferma, Fundación Loret de Mola, 2014).

Todo esto deriva sobre la sencilla manera de olvidar de los gobiernos, no hablo solo del mexicano, cuando se trata de tirar paletadas sobre la sepultura de los grandes dramas, como el Tlahuelilpan, Hidalgo. Fueron sumándose cadáveres calcinados hasta llegar a poco más del centenar, ya pocos recuerdan a los 500 o más fallecidos en las explosiones de San Juan Ixhuatepec –San Juanico–, en 1984, o la atrocidad de los estallidos en calles céntricas de Guadalajara en 1992 con saldo de 325 víctimas. A veces hablamos de los niños quemados –49– en la guardería ABC de Hermosillo para que no olvidemos que Margarita, la del nuevo partido, tendrá siempre las manos manchadas de sangre infantil; igual que los esbirros de fox y su cómplice, Germán Larrea Mota-Velasco, responsables directos del horror de la mina Pasta de Conchos, en Coahuila, en febrero de 2006… cuando vicente ni siquiera se paró en el lugar, desdeñando a los muertos.

No se dan cuenta que los espíritus errantes son los de quienes son y fueron responsables, los siniestros terroristas de todos los tiempos que han saboteado al país y ahora se esconden tras los veneros del huachicoleo.

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