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Los políticos se sienten dioses o, cuando menos, aspiran a ello so pretexto de creerse por encima de los demás e imponer sus criterios sin el menor razonamiento o con argumentos que no se basan en la realidad. Hace años, en una transmisión del extinto Monitor de Radio Red, Miguel Aguirre Castellanos, excelente cronista deportivo ya fallecido, nos invitó a un diálogo abierto sobre la fiesta de los toros; en el momento más álgido Marielena Hoyo, ex administradora de la cárcel zootécnica de Chapultepec, estalló y dijo:
–Prefiero que se extinga la especie del toro de lidia si solo viven para su sufrimiento.
–¡Ah! Entonces te sientes diosa para disponer cuáles animales deben morir y cuáles no. Si no te gusta el espectáculo taurino tu animalismo desaparece y condenas a los toros y vacas de lidia a la desaparición; como si fueras un aerolito explosivo y devastador.
Hace unas semanas una seudo diputada, del envilecido Partido Encuentro Social, traidor a sus principios para preservar su registro de la mano del fenómeno López Obrador, Nayeli Salvatori Bojali, llegó a la misma conclusión y la aireó salerosa pretendiéndose propietaria de la verdad absoluta con tal de insistir en la muerte de la tauromaquia que es, en sí, la única representación viva verdaderamente ecológica porque permite, en directo y ante miles de testigos, el emocionante encuentro entre la naturaleza encendida, representada por el instinto bravo de los bureles, con la inteligencia del hombre y su carácter para enfrentar las vicisitudes de la propia existencia.
Esta es la profundidad del toreo que las mentes mediana no entienden y que gran parte de las inteligencias en todos los sectores no sólo aplauden sino se identifican con éste por los valores esenciales que posee: no únicamente la luz, el colorido y la autenticidad –lecciones existenciales–, sino igualmente el rito que enfrenta la formación humana para superar los retos, los tremendos desafíos de la vida que no son sino los pitones de los toros que pueden llevársela al menor titubeo o arrastrándola por el miedo.
Otra precaria legisladora, Leticia Varela, salida de las sombras, adujo que a las reses que saltaban al ruedo se les infamaba colocándoles vaselina en los ojos, papeles en los oídos y dándosele toques a los testículos. Una letanía de mentiras insostenible hasta por el sentido común: de ser así, sin ver ni oír y castrados, de hecho, los toros arrollarían y no habría nadie que pudiera ponérseles enfrente. Sólo los tontos (as) serían capaces de sostener tal cosa.
Para entender la tauromaquia es necesario contar con un poco de cultura, haber leído –aunque sea por Internet– sobre sus esencias y orígenes para explicar su nacimiento bélico y su trascendencia como valiente entrega de dos seres en busca de la belleza de los lances y la geometría mágica del toreo. Quienes quieren destruirla apuestan por un mundo plano, sin perfiles hondos ni glorias por adquirir, infestado de mediocres y no de genios capaces de ver más allá de los reflectores y las sombras.
Sin la fiesta de los toros y sus enseñanzas, lo digo de una vez y para siempre, jamás habría sacado el coraje para enfrentarme, como lo hago a diario, a los marrajos de la clase política, a los corruptos de siempre y a los criminales de todas las especies… incluyendo a quienes pretenden desaparecer del mundo a los toros de lidia. Ellos son los asesinos.