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No quiero pensar que sean los dirigentes partidistas cuantos alientan los radicalismos viciados y los constantes arrebatos contra la libertad de expresión para intentar silenciar a las voces disidentes e incluso a los miembros de otros poderes de la Unión a guarecerse de las tempestades sobre todo el meteoro que nos está cayendo sobre la cabeza tras el tsunami lópezobradorista del primero de julio.
Nadie duda –sería una insondable estupidez– la legitimidad democrática del presidente de las funciones aunque algunas de sus decisiones despierten el debate y animen a los desacatos con tal de ganar adherentes como en el caso del asturiano Paco Ignacio Taibol II motivo de querellas parlamentarias pasadas de tono; nunca un funcionario de tan escaso nivel había generado huracanes tan perniciosos y devastadores para el intelecto ni exhibido la ligereza de los juicios viscerales y hasta xenófobos de los miembros de sendas Cámaras; y, sin embargo, ahora las pieles están demasiado sensibles.
Uno de los episodios recientes más preocupantes se dio el pasado jueves 13 –el número del mal adagio–, cuando el presidente López Obrador asistió al último informe del ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia, Luis María Aguilar Morales, quien en su mensaje final dictó una academia sobre la división de poderes y la autonomía entre éstos, casi de primer año, como una suerte de réplica al titular del Ejecutivo y a los legisladores empeñados, justamente, en el linchamiento de los togados por sus escandalosos emolumentos jamás justificados.
El sordo alegato para sostener la postura de los altos funcionario del poder judicial estriba en que así se diluyen las posibilidades de la corrupción –lo que no es cierto en la praxis–, y se blinda a quienes ejercen la justicia por las posibles reacciones de los afectados de alto nivel, por ejemplo los “capos” mayores, dispuestos a vengarse como parte de sus desviadas reglas amorales.
Hasta el momento, por fortuna, son pocos los casos de algunos jueces de distrito acosados por este sector, por cierto, y no se conoce de ningún ministro de la Corte azuzado, secuestrado o ultimado mientras tan sólo en los últimos veintiún meses han sido asesinados veintiún colegas periodistas. La diferencia es atroz.
En fin, los radicales se asomaron a las puertas del Palacio Nacional y hasta las de la Suprema Corte, sin vallas metálicas y con escasos cuatro policías militares para cuidar el trayecto a pie del Primer Magistrado quien fue atropellado por la multitud que no le dejaba ni andar mientras éste había esfuerzos para saludar aun cuando los “baños de pueblo” le sientan bien, mucho más que las medicinas diarias que toma para controlar sus cardiopatías desde diciembre de 2013, cuando sufrió un severo infarto que, literalmente, lo dejó yaciente durante algunos segundos en la mesa de operaciones.
Lo peor vino después cuando esa misma multitud banalizó la salida de algunos funcionarios del poder judicial, entre ellos Jorge Camargo director de Comunicación Social del Consejo de la Judicatura, cuyo vehículo fue interceptado por la fanaticada, la misma que se arremolinó al paso del presidente de la República, y severamente abollado, incluso con un cristal roto. Parecían tan bien organizados que nadie duda de la procedencia de los autores intelectuales en pleno desajuste de opiniones entre los tres poderes de la Unión.
Los frentes callejeros no son los cauces de la democracia sino los de la anarquía, entendida ésta como el extremismo de quienes detestan cualquier forma de gobierno en pro de una utópica libertad. No es esto por lo que votamos el primero de julio.