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En Sutherland Springs –un pueblecillo de apenas ochocientos habitantes, en Texas–, un solo hombre, armado, entró al templo del lugar antes de iniciar los servicios religiosos a los que suelen acudir unas cincuenta personas, y comenzó a disparar, preso de una ira irracional, hasta asesinar a veintiséis personas que iniciaban sus acostumbrados rituales, entre ellos varios niños y una mujer embarazada –con ello los muertos suben a veintisiete–; además, el reguero de sangre se extendió a 16 heridos más lo que significa que alcanzó a cuarenta y dos fieles. El dato estremece porque el sujeto, después abatido por la policía, tuvo tiempo bastante para acribillar a sus víctimas, casi todos los feligreses, durante varios minutos de horror; después, claro, llegó la policía. Siquiera.

Hace unos días, en una Sinagoga de Pittsburgh, otro tiroteo acabó con la vida de ocho personas mientras en México los ojos se fijaban en la caravana de migrantes y en la consulta de Andrés sobre el aeropuerto de la Ciudad de México.

El horror, una condición que anida en los mexicanos desde hace más de una década al grado de aprender a vivir con ella, nos hizo recordar, entre las tinieblas de la memoria, a un suceso igualmente bárbaro: la brutal masacre que cobró la vida de cuarenta y cinco tzotziles, entre ellos niños y mujeres embarazadas –bastante normal entre los más humildes que convierten a sus mujeres en incubadoras permanentes por ignorancia–, quienes oraban en el modesto templo de Chenalhó, en Chiapas, el 22 de diciembre de 1997, hace casi veinte años en las vísperas de la Navidad. La diferencia es que este hecho no tuvo conclusión alguna y se adujo las vendettas interraciales para justificarlo, en principio. No fue así: los cartuchos encontrados en la zona no pudieron ser substraídos por el ejército en su totalidad y algunos miembros de la sociedad civil encontraron algunos… propios de calibres exclusivos del ejército mexicano.

Entonces, sólo entonces, comenzó a mencionarse que todo se debió a una incursión de grupos paramilitares, al servicio de los caciques de la región, bien parapetados por las autoridades, desde el secretario de la Defensa, entonces Enrique Cervantes Aguirre, cuyos nexos con los cárteles más poderosos se evidenció con el tiempo al posibilitar reuniones entre los grandes “capos”, como el “muerto viviente” Amado Carrillo Flores, sinaloense en Ciudad Juárez, y los hermanos Arellano Félix, enseñoreados de la plaza de Tijuana en donde manda, por cierto, Jorge Hank Rhon, heredero del célebre maestro de Santiago Tianguistenco, Carlos Hank González, fallecido en su rancho el 11 de agosto de 2001, cerca de donde nació, y uno de los grandes gurús de nuestra política. ¿Van atando cabos?

El hilo conductor obliga a realizar un repaso sobre la impunidad reinante. Nunca compareció el entonces gobernador de Guerrero, Julio César Ruiz Chávez, ni el mando del ejército mencionado, ni mucho menos el presidente en funciones, ernesto zedillo. Venció, como siempre, la impunidad y, peor aún, se persiguió a quienes dieron notoriedad a la noticia hasta relegarlos y marginarlos a partir de entonces. Una dictadura perfecta, no “casi” como refirió Vargas Llosa cuando todavía se atrevía a llamar a las cosas por su nombre, digamos hasta antes de obtener la ciudadanía española.

El terror siempre se queda y la justicia pasa cuando los polos de la perversidad se atraen sin remedio.

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