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Desde 1988, tras el paso devastador de Gilberto –un ciclón muy parecido, en intensidad y magnitud, a los Irma y María que azotaron con inmensa fuerza al Golfo y el Caribe en 2017–, pude notar cómo se manejaba la administración de los víveres enviados a los damnificados y que no se distribuyeron a éstos por falta de medios para hacerlo –o eso dijeron, cuando menos–. Un fraude monumental e inmoral que jamás fue siquiera investigado.
Menos de dos meses después de la catástrofe en la península yucateca –donde, por cierto, estaba este columnista, entrando y saliendo de casa con alto riesgo–, encontré en el conocido mercado meridano, “El Chetumalito” donde solía venderse el contrabando que llegaba a la zona libre de Quintana Roo y se detenía en la capital yucateca, infinidad de cajas con productos perecederos selladas con la orden de ser utilizados sólo para el fin expuesto. Eran la oferta del día, o de algunas semanas, en medio de una indiferencia patética. Las mercancías estaban apiladas como si se tratara de un inmenso monumento a la corrupción. Pero todo parecía seguir igual; incluso el director del Diario de Yucatán, Carlos Menéndez, llegó a decirme entonces:
–Les fue bien a los pobrecitos: si antes tenían una laminita para cubrirse ahora ya tienen dos por regalo del gobierno federal.
Muy sensible su postura y, desde luego, en línea con la postura gubernamental insistente en cubrir con paternalismo oficioso los dramas permanentes de una sociedad cubierta con el lodo del conformismo. De cualquier manera, fueran una o dos láminas, éstas volarían sin remedio al paso de nuevos vientos, a veces ni siquiera huracanados, porque no tenían soporte para soportarlos.
Vale el antecedente ante el llamado del gran artista Francisco Toledo, quien ha puesto sitio a Oaxaca con sus manifestaciones constantes, acerca de la necesidad de reconstruir Juchitán y demás poblaciones del Istmo sin que se pierdan las líneas “vernáculas” con las que fueron construidas al paso de los años. Me temo decir que se equivoca. Las casas derruidas, las escuelas y los edificios públicos, no tenían más valor histórico que su antigüedad, perdida sin remedio por los sacudimientos telúricos del jueves 7 de septiembre del año anterior y sus secuelas, y deben ser reparadas no en igualdad de circunstancias, habida cuenta de su vulnerabilidad, sino con la solidez necesaria para soportar sismos semejantes que, sin duda alguna, vendrán. Esto es, como se hizo en la Ciudad de México, poco a poco, con estructuras debidamente autorizadas por los arquitectos de mayor renombre.
Suponer que Juchitán y los pueblos aledaños estarán exentos de nuevos fenómenos de la naturaleza es una falacia completa, por más que el romanticismo de Toledo así lo desee, considerando que se encuentra en una de las zonas de más alta sismicidad en el mundo. Por ello, es necesario invertir un poco más para construir ductos subterráneos en lugar de alzar, una y otra vez, los postes carcomidos por la humedad y los ventarrones. Todo lo demás es una feroz demagogia que favorece a los politiqueros acostumbrados a hacer negocio, material y propagandístico, con cada catástrofe natural.