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Unos administran excusos, otros alcaldías 

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Por Ana E. Rosete

Hay alcaldías en la Ciudad de México que sobreviven no por virtud de sus gobiernos, sino por la paciencia de sus habitantes. Y, aun así, hay excepciones que vale la pena subrayar: gestores que, pese a la grilla, la burocracia y los presupuestos mutilados, han conseguido que el territorio se sienta gobernado. Janecarlo Lozano en Gustavo A. Madero, Luis Mendoza en Benito Juárez, Alessandra Rojo de la Vega en Cuauhtémoc y Fernando Mercado en Magdalena Contreras no están haciendo milagros, pero al menos están haciendo gobierno. Piso, territorio y decisiones incómodas: lo mínimo indispensable que, curiosamente, tantos otros ni siquiera intentan.

En la GAM, Lozano ha logrado enderezar una estructura que parecía oxidada desde la raíz; menos espectáculo, más calle. Mendoza, en Benito Juárez, entendió que gobernar no es sonreír en eventos: es poner orden donde el caos inmobiliario se volvió costumbre. Rojo de la Vega llegó a la Cuauhtémoc a extinguir incendios ajenos, y aunque falte mucho, el humo se ha ido despejando. Y en Magdalena Contreras, Mercado ha demostrado que cuando no hay dinero, lo que queda es oficio; y a veces el oficio pesa más que el presupuesto.

Porque del otro lado del mapa, lo que hay es desorden con fotocopia de excusa. Circe Camacho en Xochimilco administra la crisis ambiental como si fuera un trámite; la zona lacustre se cae a pedazos mientras la alcaldía se pierde en diagnósticos. En Azcapotzalco, Nancy Núñez convirtió el rezago urbano en paisaje cotidiano: baches, basura, inseguridad y una lista de pendientes que ya parece inventario; ni que hablar de sus funcionarios, corruptos y borrachos. En Miguel Hidalgo, Mauricio Tabe se desdibujó en su propio eco mediático: mucha pose, pocos resultados y cero capacidad para contener la especulación urbana que asfixia la vida diaria. Mientras que Aleida Alavez en Iztapalapa sigue administrando la precariedad con resignación burocrática; como si el tamaño de la alcaldía fuera excusa automática para no transformar nada.

El patrón se repite: donde hay trabajo, no hay discurso triunfalista; donde hay desastre, hay narrativa justificadora. La ciudad está partida entre quienes gobiernan y quienes actúan. Entre quienes se ensucian los zapatos y quienes se toman la foto. Entre quienes entienden el cargo como deber y quienes lo confunden con vitrina.

Y es aquí donde el mensaje es incómodo, pero necesario: la ciudad no necesita alcaldes de consigna, sino alcaldes que asuman costos. Cerrar calles, enfrentarse a intereses, decir que no cuando es más fácil decir que sí. El servicio público no es un puesto de exhibición: es un cargo que se suda, se discute, se padece. Y quien no lo entiende, estorba.

Si algo nos enseña este mapa humano y político es que no basta con administrar la inercia. Esta ciudad —con sus contradicciones, sus fracturas y su potencia— exige gobierno, no presencia. Acción, no foto. Madurez, no propaganda. Porque la diferencia entre avanzar y hundirse es simple: unos se ensucian las manos; otros solo las levantan para saludar.

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