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Por Sabina Berman
Alejandra llegó al amanecer a la casa blanca. La casa que ese amanecer era en realidad rosada.
Venía de lejos y buscaba al Maestro.
Pulsó el timbre junto a la puerta rosada. Esperó. Volvió a pulsarlo. Se escuchaba timbrar del otro lado de la puerta, que entonces notó que no estaba emparejada al quicio.
Entró al amplio salón vacío, a no ser por un juego de sofá y sillones de mimbre, que se veían pequeños y solitarios en el vacío.
Esperó sentada en un sillón de mimbre al Maestro.
Susana era tímida, así que pensó: No debería haber entrado sola y estar acá sola en la casa y sin permiso del Maestro.
Cuando la mañana llegó, todo se volvió blanco en la casa, y Susana subió por las escaleras llamando al Maestro, y llamándolo recorrió las habitaciones vacías una por una, mientras sus pasos resonaban sobre las tablas desnudas.
Una cama acá. Otra allá. En este otro cuarto solo una silla. Ni un cuadro o estantería en las paredes blancas. Y un repentino gato café claro saliendo por una ventana abierta.
–Maestro –llamaba de cuando en cuando Susana.
–¡Maestro!
–¿Maestro? He venido de muy lejos para que me guie.
El lugar parecía abandonado hacía semanas, y al mismo tiempo olía a limpio: a madera y cal y el salitre del mar próximo.
En la cocina desnuda, sobre la única mesa de formica, había dos objetos. Una botella de tequila Dobel Diamante y una copa coñaquera de cristal grueso.
Se sirvió media copa.
No debería beber esto sin el permiso del Maestro pensó mientras se bebía el tequila a sorbos y los músculos del pecho se le relajaban y el corazón se le alegraba.
No, el Maestro hubiera reprobado al tequila, pensó divertida mientras se servía otra media copa.
Se acercó al ventanal panorámico, la copa coñaquera en la mano. Afuera, el mar pacífico se extendía bajo el cielo dorado del mediodía.
No debo hacerlo sin el permiso del dueño de todo esto, el Maestro, se dijo ante el impulso. Pero igual se desvistió en el césped ante el mar magnífico de las 3 de la tarde, dejando su ropa en un montón sobre el césped verde, y al desnudar su cuerpo comprendió que aquel acto no ofendía a nadie.
Entró en el agua desnuda y cuan flaca y alta era.
No debería estar nadando en el mar del Maestro, pensó, mientras braceaba.
Nadó con brazadas largas hasta la plataforma de tablones de madera.
Subió por su escalerilla de metal.
El aire de la tarde secando las gotas en su piel.
Se tendió boca abajo bajo el cielo color naranja radiante del atardecer.
Ahí, en el centro exacto de la superficie lisa de la plataforma de madera, una sola gota de agua perfecta y hemisférica reposaba, inmóvil.
Se arrodilló, así desnuda, y acercó su rostro hasta quedar a un palmo de distancia de la gota.
Dentro del pequeño orbe de agua, vio el cielo crepuscular naranja. Y vio también un brillo diminuto: Venus ya brillante, y la fachada íntegra de la casa blanca contra el acantilado ocre, y la vastedad del océano hasta la línea del horizonte, y esa minúscula línea que era ella viendo la gota de agua y en la gota de agua el mundo.
Acercó aún el rostro y la gota se llenó de ella misma.
Gracias Maestro pensó retirando el rostro por enseñarme la gota de agua y la distancia precisa para ver en ella al mundo.
Miró ahora la gota de agua a la distancia precisa para ver en ella ir emergiendo los puntos de luz de las estrellas en el cielo azul aún claro en el que la casa permanecía ahora azulada y el acantilado también y también ella, una línea diminuta, observando emerger en el agua una luna llena temblorosa.
No había distorsión.
No había miedo. Ni culpa.