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De alcaldesa a recepcionista 

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Por Lengua larga

En Tláhuac todos lo saben, todos lo murmuran y algunos ya hasta lo dicen con la misma naturalidad con la que se pide una quesadilla (con o sin queso, no entremos en polémicas): Berenice Hernández no es la alcaldesa, es la recepcionista de lujo de Rigoberto Salgado.

Porque sí, la mujer llegó al cargo, juró y perjuró que venía a transformar, a poner orden, a escuchar a los pueblos, pero lo único que transformó fue la agenda para que cada que alguien llega con un problema ejidal, chinampero o vecinal, los suyos den la instrucción sagrada:

“Vaya con el exdelegado Salgado porque él es dueño, amo y señor de las tierras tlahuenses”.

Tal cual. Sin filtro. Sin pena. Sin diplomacia.

La frase corre por los pasillos de la alcaldía más rápido que el rumor de que regalarán despensas.

Y es que a estas alturas Berenice no parece alcaldesa: parece su secretaria ejecutiva, la que pasa llamadas, la que toma recados y la que firma donde le dicen. Ella pone la cara; él pone las órdenes. Ella inaugura; él decide. Ella sonríe en la foto; él mueve los hilos. Y pobre de quien se atreva a creer lo contrario.

Mientras tanto, en esa Tláhuac que hace no tantos años se volvió tendencia nacional —y no precisamente por su gastronomía— por ser el epicentro de operaciones de uno de los cárteles capitalinos más grandes e importantes, hoy la historia se repite con otro tipo de discreción: la del mando en las sombras.

Porque sí, en Tláhuac hay dos alcaldías:

La física, con su edificio oficial, su escudo y su alcaldesa de utilería…

Y la real, administrada desde el reino invisible de don Rigo, donde las decisiones importantes se toman en voz baja y se ejecutan en voz alta.

Y mientras eso pasa, Berenice sigue ahí, prestando la cara, prestando la firma y prestando el puesto, como si Tláhuac fuera un escritorio más de esa oficina donde todos saben quién manda… y quién sólo anuncia visitas.

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