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Por Eduardo López Betancourt

La educación y la salud constituyen los pilares esenciales en la vida de cualquier nación. Sin embargo, en nuestro País ambos rubros han sido relegados durante décadas. No es necesario recurrir a estadísticas para advertirlo: el nivel educativo de la población mexicana es alarmantemente bajo.

Podrán presumirse cifras aceptables de escolaridad, pero esos números no se traducen en resultados prácticos. La realidad es que crece el número de personas atrapadas en una ignorancia evidente. Muchos desempeñan oficios modestos y ejercen su trabajo con base en la práctica, sin una formación sólida. Al buscar un electricista, un plomero o un mecánico, encontramos con frecuencia a quienes aprendieron empíricamente, sin una capacitación formal. En México, las escuelas técnicas que realmente preparen a los trabajadores son escasas o ineficientes.

Lo anterior representa solo una parte del fracaso educativo. Más grave aún es el analfabetismo funcional: el mexicano promedio no lee, no se informa ni desarrolla pensamiento crítico. La consecuencia es un deterioro cultural visible: la vulgaridad aumenta, las buenas maneras se extinguen, la violencia verbal se normaliza y los gustos colectivos se reducen a lo elemental.

El colapso educativo tiene responsables. Los titulares de la Secretaría de Educación Pública, durante más de medio siglo, no han estado a la altura del desafío nacional. El último secretario con auténtica visión fue el maestro y dramaturgo Agustín Yáñez, cuya gestión dejó una huella profunda. Desde 1970, los sucesores han mostrado falta de liderazgo o, en el mejor de los casos, permanencias breves y estériles.

Cabe recordar que el maestro Jaime Torres Bodet, también secretario de Educación, elaboró un plan de once años que bien podría inspirar un proyecto contemporáneo. Su objetivo era formar al pueblo mexicano en la técnica y en el humanismo, binomio indispensable para el progreso real.

Lamentablemente, la desaparición de la asignatura de Civismo —ordenada hace tres décadas por el expresidente Ernesto Zedillo— marcó un retroceso enorme. Con esa medida se debilitó la formación ética y cívica de generaciones enteras. A partir de entonces, el sistema educativo dejó de forjar ciudadanos conscientes y responsables, y comenzó a producir individuos desinformados, conformistas y fáciles de manipular.

México necesita una reforma educativa profunda, centrada en el conocimiento, el respeto y la dignidad. Solo así podrá aspirar a un futuro donde aprender no sea un privilegio, sino un deber nacional.

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