311 lecturas
Por Juan R. Hernández
En una capital que presume ser vanguardia en derechos humanos, aún persisten las heridas de la discriminación y la violencia política. El diputado Alberto Vanegas Arenas lo recordó al presentar su propuesta de reforma para prevenir, atender y erradicar la violencia política por razón de género y contra personas LGBTTTI. En su diagnóstico, las cifras son tan elocuentes como preocupantes: entre 2018 y 2024 se registraron casi 2 mil amenazas y atentados ligados al ámbito político, muchos dirigidos a mujeres. De esos, el
Instituto Electoral local documentó 125 casos de violencia política de género, 92 de ellos en procesos electorales.
Vanegas tiene razón cuando señala que los derechos a la identidad y a vivir sin discriminación son pilares de toda democracia. No basta con leyes escritas; se requieren instituciones vigilantes, sanciones ejemplares y una cultura política que erradique el odio y la exclusión. A fin de cuentas, ¿de qué sirve una ciudad de derechos si esos derechos se vulneran en cada proceso electoral o en cada discurso misógino que pasa impune?
El debate legislativo ocurre mientras la Ciudad de México enfrenta otros desafíos en materia de convivencia y respeto. El Congreso capitalino llamó a las 16 alcaldías a emprender campañas permanentes contra el consumo excesivo de alcohol, que en 2023 estuvo presente en el 45 por ciento de los homicidios dolosos. Un dato demoledor: el 60 por ciento de las muertes en riñas callejeras y casi un tercio de los casos de violencia física o sexual se vinculan al abuso del alcohol.
Ambos temas —violencia política y consumo nocivo— confluyen en un punto común: la urgencia de reconstruir el tejido social. La democracia no se mide sólo en votos, sino en la capacidad de garantizar que nadie, por su género, identidad o condición, sea víctima de violencia.