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Por Sabina Berman
3 parejas nos reunimos en el monumento de los 33 leones de mármol.
Un gran hemiciclo de mármol blanco con 33 leones entre senadores romanos de mármol blanco.
Y ahí empezó el Juego de las parejas.
Carla y Valeria; Isabelle y yo; Rossana y José Ramón: parados en un medio círculo atendimos las instrucciones iniciales del doctor Kronoberg, un psicoanalista octogenario, pequeño y calvo y con lentes redondos.
–Te quedas con tu pareja o te vas a buscar otra pareja. Así de simple.
Luego de escuchar las instrucciones los 6 nos miramos entre nosotros.
Y mi mirada se centró en los ojos verdes y tibios y chispeantes de Rossana.
La verdad, Rossana y yo teníamos algo pendiente. Cada que nos encontrábamos en algún evento cruzábamos esa mirada especial. Una mirada un poco anhelante, un poco tímida.
Me hubiera encantado saber de una vez qué tan feliz sería con ella.
Pensé:
–Pero para probar mi suerte con Rossana tendría que no elegir a mi propia pareja, a Isabelle, con quien había armado un mundo a lo largo de 20 años.
Las 3 parejas nos miramos entre nosotros mientras la ciudad de Londres y sus camiones de dos pisos y sus taxis negros con el letrero de taxi en el techo y sus automóviles y ciclistas se movía a nuestro alrededor.
–¿Cuáles son las siguientes instrucciones? –preguntó Isabelle, rubia y de ojos azules.
–No hay otras instrucciones por lo pronto –dijo el sicoanalista, y miró su reloj de pulsera. –En cuanto se los anuncie, empiezan a caminar, y veremos qué pasa.
Siguió viendo su reloj de pulsera. Y luego dijo:
–Empieza el juego de las parejas.
Me quedé inmóvil mientras Rossana echaba a andar con paso ligero.
José Ramón, su actual pareja, los ojos húmedos por el desprecio, se giró de espaldas, y echó a andar en dirección opuesta.
Isabelle y yo nos miramos un instante, y ella dijo:
–Me voy al hotel. No voy a jugar este juego.
–No te vayas –: no se lo dije.
La dejé ir.
Y en cuanto entendí que ella no podría echarme la culpa de nuestra separación, fui tras Rossana.
Yo: el don Juan discreto.
Me apresuré para bajar las escaleras del puente en donde estábamos: las escaleras bajaban a una calle semi-oscura.
Ahí bajo el puente estaba la pareja de Carla y Valeriadiscutiendo. Valeria lloraba mirando el pavimento. Carlale reclamaba algo picándole el pecho con el dedo índice.
Apresuré el paso. ¿Dónde se había metido Rossana y sus ojos verdes tiernos?
Al pasar a un lado de los ventanales de un café la vi.
En el café vacío, José Ramón sentado en una silla, lloraba y gritaba.
–Yo soy quien va diario por el periódico. Yo soy quien diario prepara el café y lo lleva a la cama. Yo soy quien…
Sollozó.
Y Rossana en otro extremo del café se rascaba la mejilla.
Un pleito enorme: José Ramón volvió a los gritos:
–Yo alimento al gato. Yo le extiendo el periódico en el piso de la cocina para que ahí defeque su mierda.
Rossana se cubrió el rostro con las manos.
–Y luego te vas durante semanas, y el gato se mea por todo el departamento porque te extraña.
–Solo me hablas del gato y de periódicos, carajo –dijo Rossana.
–La vida está hecha de detalles –dijo José Ramón.
–Siempre arruinas todo. Vinimos a Londres para jugar a las parejas y mira qué has hecho. Encerrarnos en un café oscuro a tener un pleito.
–Dejaste a nuestra hija cambiar de sexo y emigrar a Canadá.
Rossana se dirigió a la puerta. Estaba por salir a la calle y yo estaba por encontrarla frente a mí.
Pero aceleré el paso para que no sucediera el encuentro.
–Arpía –pensé. –Dejó a su hija emigrar a Canadá.
Y luego aceleré el paso aún más para llegar más pronto al hotel donde estaba Isabelle.
Pensaba al caminar de prisa:
–Debí decirle No te vayas en voz alta. No te vayas. No te vayas.
Coloqué mi tarjeta contra la puerta del dormitorio.
Clac sonó el pestillo al recorrerse.
Abrí la puerta y entré. No había nadie.
Abrí el balcón y el aire frío entró.
La ciudad de Londres se movía con sus diez mil transportes hasta el horizonte con un cielo de nubes grisesy blancas y grises.
–No le dije No te vayas –pensé. –Y ella se fue…