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Por Eduardo López Betancourt
elb@unam.mx
Se ha vuelto cotidiano que altos personajes de la función pública anden de un lugar a otro recibiendo vítores y aplausos, gastando recursos inútilmente y perdiendo su valioso tiempo, para ajustarse a los horarios de los aplaudidores.
El trabajo verdaderamente productivo es aquel que se realiza en una oficina: recibiendo reportes, considerando planes y evaluando los avances de los distintos proyectos. Desde luego, también es necesaria la supervisión personal, pero ésta debe ser discreta, sin recurrir a eventos tumultuarios. Es imprescindible hacer cambios cuando las circunstancias lo exijan, otorgándole a la actividad oficial la seriedad que merece y evitando en todo momento malbaratarla o convertirla en un instrumento populista y demagógico.
En el ámbito de la iniciativa privada, en el mundo, los grandes consorcios se han consolidado gracias a directivos sobrios y discretos. Cualquier empresa que aspire a trascender necesita de un consejo directivo: varias mentes piensan mejor que una, y en ello radica el buen funcionamiento de toda institución.
La evaluación rigurosa de los resultados es indispensable. Deben realizarse ajustes constantes en todas las áreas, confiando esas tareas a personal capacitado, sin que intervengan intereses afectivos ni compromisos imprecisos o injustificables.
Al final, lo esencial es trascender. Son ejemplo de ello organismos que, iniciando con escasos recursos, lograron dejar huella en el mundo, como Ford Motors Company, Sony o incluso Mitsubishi, cuya aportación significó un gran beneficio social.
En toda obra humana lo decisivo es la prudencia, el respeto y la capacidad de escuchar. Lo más dañino, en cambio, es la demagogia, la soberbia y la conducta prepotente. La sencillez, el recato y la educación convierten al ser humano en un referente histórico. Existen oportunidades únicas para alcanzar la grandeza, y jamás deben desaprovecharse.