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Por Eduardo López Betancourt
Recientemente falleció un colega de la docencia de hace más de 60 años. Lo conocí grato, seductor, destacado orador, poco avezado en cuestiones jurídicas, pero supo aprovechar bien el nombre de su padre, quien fue poseedor de un particular talento y autor de obras en el ámbito penal.
Mi “amigo” poco entendía del derecho punitivo, pero pronto aprovechó su ascendencia para lograr actividades académicas de cierto relieve; así, tuve el privilegio, cuando fui Secretario de la Facultad de Derecho de la UNAM, de designarlo Director de Seminario, tal acontecimiento nos unió más, pero por momentos sentí que no fue recíproco.
Cuando en forma mayoritaria se me declaró “Premio UNAM”, mi “amigo” me hizo “grilla” para quedarse con la nominación. Después completó su ingratitud y sin obra escrita relevante, sin ser asiduo docente, ya que tenía fama de faltista (vivía en Cuernavaca), lo designaron “emérito”, todo por rendirle homenaje a un personaje siniestro; tal conducta de ser afecto a la lisonja le permitió a mi “amigo” alcanzar honores y beneficios. Lamentablemente todo en la vida termina y en el caso concreto, a pesar de sus “aventuras afectivas” no le olvido y le recordaré como alguien que supo ser “institucional”, esto es, darle la razón siempre a la autoridad. Su conducta me recuerda a Vilfredo Pareto, destacado filósofo que aplaudía las sinrazones de Benito Mussolini.
Mi “amigo” tuvo la facilidad de servir bien a gobiernos priistas, después se acomodó sin mayor problema con los panistas, que al final, mantenían ciertas coincidencias, pero lo que más me impactó, es que incursionó en las filas morenistas.
Dentro de todo, su partida nos deja la lección de que ser “institucional”, e insistimos, afecto a la lisonja, deja buenos resultados. Mi “amigo” recibió todo tipo de distinciones y reconocimientos sin haberse molestado nunca en ser un cumplido docente y menos un autor original.