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Ricardo Sevilla
A esta hora, ya sabemos que, desde
la cúspide del cinismo, Alito Moreno configuró una red de amigos y familiares para comprar propiedades a precios irrisorios. Como ha quedado evidenciado, el líder nacional del PRI donó esos predios a personajes de su confianza para, posteriormente, revenderlos mucho más caros.
Alejandro Moreno Cárdenas, quien desde sus épocas como gobernador de Campeche decidió casarse con la corrupción para serle ferozmente fiel, se ha dedicado a triangular dinero a través de la compra y venta de inmuebles, a “pasar charola” con empresarios a los que posteriormente ha injuriado y denostado.
Pese a que todo mundo ha escuchado los detalles de sus corruptelas, este cinicazo insiste en presentarse como “perseguido político”. Pero no lo es, desde luego.
Todo lo contrario. Alito Moreno es la máxima representación de la corrupción priísta. Sus excesos -no dejar rastro en sus declaraciones patrimoniales ni ante la autoridad fiscal, decir que “a los periodistas hay que matarlos de hambre”, entre
otras vilezas- resumen perfectamente el comportamiento de casi todos los políticos emanados del PRI.
Alito, ese ser zafio y vulgar, que un día creyó que el poder político era como una túnica, ha pasado muchos años devorándose todo lo que ha encontrado a su paso. No obstante, la carrera de sujeto, recalcitrante y perverso, está despeñándose y no parará hasta caer de bruces sobre el estercolero que él mismo ha ido sembrando a su paso.
Ayer, el fiscal de Justicia de Campeche, Renato Sales Heredia, solicitó formalmente en la Cámara de Diputados el desafuero de Alito por el delito de enriquecimiento ilícito. El diputado federal y dirigente nacional del PRI está en caída libre.