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Ana María Vázquez
Decían que había sido olvidado por Dios porque nadie se había ocupado de hacerlo crecer, los jóvenes habían huido del lugar en busca de una mejor vida, en poco tiempo, aquel pueblo de viejos había quedado casi borrado del mapa, las polvorientas calles permanecían silenciosas y mudas, los pocos que transitaban por ahí, lo hacían solamente para intercambiar la poca cosecha que lograban recoger de las áridas parcelas, los pozos estaban casi secos, apenas habían quedado una mula y algunos perros flacos que eran los que de vez en vez daban vida al lugar con sus ladridos.
Las añejas casas de adobe, mudos testigos de las antiguas glorias del lugar permanecían extrañamente en pie, desafiando al tiempo.
Solo un médico se atrevía a ir de vez en cuando al lugar, recorriendo durante tres días la montaña para llegar a ellos, más por añoranza que por dinero; cada arruga de su avejentado rostro era muestra de cada muerte, cada parto fallido, cada hombre y mujer corridos por la miseria y cuando llegaba, para los pocos habitantes era un día de fiesta. El pueblo morirá, pensaba el viejo médico, y yo con él.
Un día los habitantes de aquel lugar sin nombre lo esperaron en vano, pasaron los días y el viejo doctor jamás llegó. La última luz de aquel pueblo se había apagado; lo intuían, en el fondo de su corazón, aquella pequeña llama que el viejo mantenía encendida comenzó a apagarse, el pueblo se hundió en la tristeza, las puertas y ventanas permanecieron cerradas en honor a aquel único hombre al que le habían importado.
Un día un extranjero llegó, era alto y moreno, de unos 50 años, nadie ahí lo recibió, entró al viejo consultorio y comenzó a quitar el polvo, limpiarlo todo, alegró el lugar con algunos cuadros coloridos y esperó, pero nadie llegaba, pensó que poniendo música suave se acercaría la gente a curiosear, después
de todo, en un pueblo tan callado, cualquier sonido resultaría discordante, sin embargo, nada pasó.
Los víveres que había traído de la ciudad estaban por terminarse, así que decidió ir al pueblo cercano por lo más indispensable. Luego de tres horas de camino llegó a la posada de la ciudad, ahí fue donde supo que el pueblo moriría sin remedio.