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Ana María Vázquez
Su padre, vendedor también y su abuelo, gobernador acostumbrado a hacer valer su ley a balazos, el pequeño vendedor creció abrevando de ellos, muy pronto notó que sus espejos valían, cuanto más abrillantaba sus espejos y los llenaba de mentiras, mayores eran sus ganancias, creció como la espuma y se hizo millonario vendiendo espejos que reflejaban la realidad deformada, no obstante ser todo un experto, sus espejos
empezaron pronto a cuartearse dejando ver a ratos la realidad: “Cassez”, “Frida Sofía”, “Captura del Chapo”, “Afganistan”, “Duarte”, la “Casa Gris”.
Los pocos que aun creían en el pronto notaban las cuarteaduras de sus espejos deformados, que no reflejaban nada más que a el mismo, con su vacuidad, sus vicios y podredumbre.
Acostumbrado a escupir odio y mentiras, el vendedor de espejos tuvo que emigrar y desde ahí siguió: ¡Nos están asesinando!, ¡ponen mi vida en peligro!, los llamaba “nuevos espejos”, pero ya nadie le creía.
¿Cómo -se preguntaban- puede estar su vida en peligro si es de los intocables? Pero él seguía pregonando sus espejos para venderlos a cuanto incauto tuviera enfrente.
Un día, nadie le creyó, poco a poco se fue quedando solo, la amargura en la que había vivido lo destrozaba y los excesos en los que estaba mezclado le tomaron factura… empezaba su caída, pero él, mirándose en
su propio espejo deformado nunca se dio cuenta.
Hace poco se le vio con un fragmento de sus espejos en la mano, los restos de sus mentiras estaban ahí y él se negaba a soltar ese vidrio que ya rompía su carne haciéndolo sangrar profusamente.
¡Es mi verdad!, gritaba con voz ahogada. ¡Es solo un espejo deformado! Le replicaban, pero no quiso soltar aquel fragmento, el único que le quedaba de lo que fue su imperio de mentiras.
Cuentan que lo vieron por última vez en su torre, el espejo roto en la mano había encarnado y formaba parte de su mano, con la mirada perdida, la chequera en la otra y un hilo de voz que repetía una y otra vez: ¡Todos fueron yo!