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Ana María Vazquéz 
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Voces

Disonancias | Pena de Merencio

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Ana María Vázquez

Sólo quiero que pare, daría cualquier cosa porque este dolor se fuera. ¡Que pare! -gritaba-, no puedo más. Las lágrimas saltaban de sus ojos ya hinchados de llorar, por ese dolor invisible y lacerante que copaba su alma. El dolor de la ausencia, la muerte en vida, la soledad de no ser. A momentos parecía amainar en su espíritu y entonces se quedaba seco, perdido, tratando de asir los recuerdos que se desvanecían… Los recuerdos -me dijo una vez-, son como agua, cuando la tienes en un puño se desvanece y sólo te queda la humedad.

Con ella vives o sobrevives hasta que el calor de tu mano, del tiempo, los evapora y entonces entras en la nada.

Hacía tiempo que la vida había perdido el color, que la vida y el día eran grises, que el mundo había perdido el olor y el sabor; desde entonces se acostumbró a no salir de su casa, daba vueltas por ella todas las mañanas y por la noche, hacia lo mismo con su cama, en sentido opuesto a las manecillas del reloj, como conjurando algún viejo hechizo para retroceder el
tiempo, o quizás para no desaparecer.

Más allá de los pocos sentidos que aún conservaba, tenía la certeza de que para los demás, los que habían conocido sus días de gloria el no existía desde hace mucho, ni siquiera en un suspiro. ¿Era ese el origen de su dolor?, ¿era la ausencia de sí mismo y de la que se negaba a desprenderse? Los pocos que escucharon algún gemido ocasional creyeron que era
algún rugido de la tierra, nadie pensó que era aquel desolado vagando en sí mismo.

¡Shhht!, si te quedas callado quizá lo oigas, primero como un zumbido como el del viento entre las ramas, cuando aprendas a escucharlo, será como un trueno lejano, luego una tormenta y al final un grito… ¡Sólo quiero que pare!

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