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Samuel Cantón Zetina
Hay una victoria electoral de MORENA -sobre todo, de Andrés Manuel López Obrador- de la que nadie habla.
Su partido perdió en la capital del país y en San Lázaro.
En la CDMX le arrebataron la mayoría de las alcaldías -las tenía casi todas-, y en la Cámara de Diputados perdió más de 50 curules.
La capital es propia del mandatario, porque él mismo la gobernó, y porque permanece bajo dominio de la izquierda ya por más de dos décadas consecutivas.
Resultaba, pues, hasta antes del domingo 6, el principal bastión del movimiento.
Tuvo que doler, entonces.
“Se creyeron lo del populismo, de que íbamos a reelegirnos, lo del Mesías falso…”, refirió AMLO aludiendo a los capitalinos.
La Ciudad de México, con sus millones de votos, será sumamente importante en la elección presidencial del 2024.
Pero también perdió fuerza al ver reducida su bancada en la Cámara: ahora depende más de los otros partidos -de las alianzas con ellos- para sacar adelante reformas legales y constitucionales que no puede aprobar con sus solos votos.
Estuvo en juego la viabilidad del proyecto de Nación, y el electorado -con su decisión de reducir el poder legislativo guinda- la comprometió.
Ganó Obrador, sin embargo, algo muy valioso: que se deje de decir que iba en camino de convertirse en un dictador.
Lo sucedido desmiente tajantemente que se haya tratado de una elección de Estado, o que haya intervenido para acomodar las fichas en función de su presunta aspiración transexenal.
Con la jornada que vivimos, es imposible siquiera insinuar que fue el actuar de alguien que pretenda erigirse como dictador.
López Obrador despojó a sus enemigos, probablemente para siempre, del cuento de que ambicionaba el poder absoluto para él, todo el tiempo.
Paradójicamente -gajes de la democracia-, ahora que el paisano derribó la versión de que se perpetuaría en Palacio, es cuando mas autoridad moral posee para impulsar las reformas faltantes.
Solo que ahora le faltan votos.