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Por Ana E. Rosete
Estamos al cierre de otro año, y la Ciudad de México —herida, exigente y sin concesiones— no se toma la clásica foto de fin de ciclo con sonrisas forzadas. La realidad, para la gente de a pie, es más cruda: las quejas se han multiplicado y las soluciones han menguado hasta convertirse en palabras que se disuelven en conferencias de prensa.
Clara Brugada, quien ostenta la jefatura de gobierno, enfrenta uno de los momentos más críticos de su administración. No por casualidad: es el resultado de una gestión donde el discurso supera —y casi anula— los resultados. Los ciudadanos no son tontos. Saben diferenciar entre promesas bien empaquetadas y hechos palpables. Y lo que perciben es que la realidad está cada vez más distante de lo que se anuncia.
Baches que regresan después de “arreglos”, servicios públicos irregulares, inseguridad que golpea la rutina —y una sensación generalizada de que la administración reacciona tarde y mal. Es legítimo cuestionar si el gobierno está resolviendo problemas o simplemente gestionando expectativas.
El diagnóstico es claro: más que un déficit de recursos, hay un déficit de respuestas eficaces. Cuando las soluciones se repiten en comunicados y discursos, pero no se ven en las calles, la confianza se erosiona. Eso, en política, es letal.
La política no es solo administración, es anticipación, ejecución y responsabilidad. Y en esos tres frentes, la ciudadanía hoy percibe vacíos cada vez más grandes. No se trata de ignorar avances puntuales —si los hay—, sino de reconocer que, donde debería haber cohesión social, hay frustración; donde debería haber seguridad, hay desconfianza; y donde debería haber mejor servicio, hay indiferencia burocrática.
Brugada carga ahora con una narrativa que choca con la experiencia diaria de millones de capitalinos. Y no puede esconderse detrás de cifras infladas o comunicados optimistas: cuando una ciudad reclama, no pide titulares bonitos, exige respuestas rápidas, claras y efectivas.
Los retos para 2026 no son menores: consolidar la movilidad, garantizar seguridad real y constante, y —sobre todo— cerrar la brecha entre lo que se promete y lo que se vive. Si no hay acciones contundentes, la percepción seguirá deteriorándose y, con ella, la legitimidad misma del gobierno local.
Porque gobernar no es dar discursos que suenen bien en Palacio ni llenar páginas de comunicados. Gobernar es transformar la queja en solución, la frustración en certeza y la rutina en progreso. Hasta ahora, y con todo respeto, eso es lo que está faltando.
Este fin de año no es sólo un cierre de calendario. Es un examen de realidad para una administración que debe decidir si está dispuesta a confrontar sus errores con acciones firmes —o continuar refugio en retórica que ya no convence.