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REDACCIÓN
GRUPO CANTÓN
La tranquilidad nocturna de Capultitlán se rompió brutalmente cuando, alrededor de las ocho de la noche, un depósito clandestino lleno de llantas viejas comenzó a arder sin control.
En cuestión de minutos, el predio se convirtió en una auténtica caldera infernal: el fuego devoraba sin piedad las montañas de neumáticos y lanzaba al cielo columnas espesas de humo negro, cargadas de partículas tóxicas que se extendieron sobre las colonias cercanas como una manta asfixiante.
El olor penetrante del hule quemado se metía en las casas, irritaba gargantas y ojos, mientras el resplandor anaranjado iluminaba las calles. Vecinos, muchos de ellos con cubrebocas improvisados, salieron alarmados, temiendo que el fuego alcanzara viviendas, tanques de gas o cables de energía. El calor era tan intenso que parecía derretir el aire, y el rugido de las llamas se mezclaba con gritos, sirenas y el estruendo del material ardiendo.
Cuerpos de bomberos, cubiertos rápidamente por hollín y sudor, desplegaron mangueras y herramientas para enfrentar el siniestro. Cada chorro de agua chocaba contra las llantas encendidas y levantaba nubes de vapor sucio, mientras las brasas chisporroteaban y seguían resistiéndose a morir. Tras más de sesenta minutos de lucha cuerpo a cuerpo contra el fuego, lograron reducirlo hasta vencerlo de madrugada.
No hubo heridos de gravedad, pero el riesgo fue real y estremecedor: intoxicación masiva, propagación del incendio y destrucción de viviendas. Hoy solo quedan restos calcinados, humo impregnado en las paredes y una pregunta obligada: ¿quién permitió que este depósito ilegal existiera tan cerca de cientos de familias? Las autoridades ya investigan, pero el miedo de esa noche quedó grabado en todos: Capultitlán estuvo a un paso del desastre.