44 lecturas
Por Juan R. Hernández
A veces, los cambios legislativos parecen menores, casi burocráticos, pero dicen mucho sobre la forma en que un país se mira a sí mismo. La reciente aprobación en el Congreso de la Ciudad de México para sustituir, por fin, la denominación de “Distrito Federal” por “Ciudad de México” en la Ley de Auditoría y Control Interno es un ejemplo claro. No se trata solo de un ajuste semántico, sino de un acto de coherencia institucional que reconoce una realidad política y administrativa vigente desde hace casi una década. Armonizar las leyes también es fortalecer el Estado de derecho.
Sin embargo, mientras en el ámbito local se corrigen rezagos normativos, en el Congreso federal se abre un debate de mayor calado ético y social. La iniciativa presentada por la diputada Naty Poob Pijy Jiménez Vásquez para permitir la muerte asistida coloca sobre la mesa una discusión impostergable: el derecho a una vida digna incluye también el derecho a una muerte digna.
La propuesta no es ligera ni improvisada. Establece controles claros, intervención de comités de bioética, consentimiento informado y el respeto a la objeción de conciencia del personal médico. En el fondo, plantea una pregunta incómoda pero necesaria: ¿debe el Estado obligar a prolongar el sufrimiento cuando no existe posibilidad de alivio?
Los datos muestran que la sociedad ya está reflexionando sobre ello. Más de dos tercios de los mexicanos consideran válido que una persona en sufrimiento extremo pueda decidir sobre el final de su vida. México no sería pionero; otras naciones han transitado este camino con marcos legales que priorizan la dignidad humana.
Ambos casos —la armonización legal y el debate sobre la muerte asistida— revelan una misma exigencia: que las leyes acompañen la realidad social y los valores de nuestro tiempo. Legislar no es solo normar, es escuchar, anticipar y, sobre todo, humanizar.