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Por Juan R. Hernández
Diciembre no sólo trae luces, posadas y villancicos. En México, también marca la temporada alta de la economía informal, esa que sostiene a millones de familias y, al mismo tiempo, revela una de las grandes contradicciones del país. Con una informalidad laboral que alcanza 55.4% de la población ocupada, las fiestas decembrinas se convierten en la mejor oportunidad del año para vendedores ambulantes, comerciantes de tianguis y pequeños puestos que viven al día.
Basta recorrer los pasillos del Centro Histórico o de mercados como Sonora para entenderlo. La mercancía cambia, el ritmo se acelera y las ventas se multiplican. Para comerciantes como Sarahí Hernández, que vende calcetas térmicas y artículos de temporada, diciembre es simple y llanamente “el mejor mes”: los clientes compran por docenas. Del lado del consumidor, el incentivo es claro: el precio y la necesidad de buscar opciones más baratas y cercanas.
Pero la informalidad no es sólo una elección de consumo; es un síntoma profundo. El Inegi estima que este sector aporta 25.4% del PIB, mientras 33.9 millones de personas trabajan fuera de la formalidad. No se trata de romanticismo ni de estigmatizar mercados populares, como advierte Concanaco, sino de reconocer un problema estructural: ser formal en México es caro y complicado. Trámites, inspecciones y costos hacen que muchos prefieran quedarse al margen.
El riesgo es evidente: piratería, contrabando, productos sin normas de calidad. Pero también lo es la paradoja. Mientras el comercio informal vive su mejor momento, el sector formal espera una derrama de 608 mil millones de pesos en estas fechas, y las familias gastan hasta 19 mil pesos en cenas y regalos. Dos Méxicos conviven en diciembre.
Uno celebra y consume; el otro sobrevive vendiendo. Y ambos exhiben la urgencia de “sacar de la trampa” a millones para que la formalidad deje de ser un lujo y se convierta en una verdadera opción de progreso.