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Por Gustavo Infante Cuevas
La pelea entre Jake Paul y Anthony Joshua no fue solo un combate más: fue el momento exacto en el que el boxeo puso orden. Desde que sonó la primera campana quedó claro que Jake Paul no salió a competir, salió a sobrevivir. Golpeaba y corría, corría y amarraba, intentando alargar una noche que, desde el inicio, le quedaba grande.

Durante los primeros asaltos, incluso Anthony Joshua generó dudas. Con la trayectoria de un ex campeón unificado de peso completo y campeón olímpico, se le vio extraño, lanzando combinaciones al aire y sin cortar el ring como se esperaba. Por momentos, la pelea parecía desordenada, casi inexplicable. Pero el boxeo, tarde o temprano, acomoda las piezas.

Fue en el quinto asalto cuando Joshua decidió pelear en serio. Comenzó a presionar, a meter golpes de poder, a imponer su físico y su experiencia. Jake Paul cayó por primera vez y, tras torcerse el pie, quedó claro que el final estaba cerca. En el sexto round llegó la realidad absoluta: una combinación precisa, golpe abajo y cruzado arriba, directo a la mandíbula. Fractura, nocaut y pelea terminada.

Jake Paul podrá ser un gran empresario y un fenómeno mediático, pero el boxeo no entiende de seguidores ni de likes. Ayer se enfrentó a un boxeador real, con potencia real y riesgo real. Y el resultado fue lógico. Porque el boxeo no es un juego ni un espectáculo armado: es un deporte que exige respeto. Y cuando ese respeto no se tiene, el ring se encarga de recordártelo.