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Por Ana E. Rosete
En esas láminas —pulcras, optimistas, llenas de flechas ascendentes— vivimos en una capital de derechos, con movilidad ejemplar y justicia social en expansión. Todo se ve bien ahí: los colores, las palabras clave, los slogans pensados para titular. El problema empieza cuando uno apaga la presentación y sale a la calle.
Porque en la Ciudad de México, la realidad no se desplaza en diapositivas. Camina. Espera. Paga. Aguanta.
El ciudadano no vive en el discurso, vive en la banqueta rota que no se arregla desde hace tres administraciones. Vive en el transporte saturado donde la “movilidad integral” se traduce en empujones, retrasos y resignación. Vive en la inseguridad normalizada, esa que ya no escandaliza porque se volvió parte del paisaje urbano.
Desde hace años cubro política y gobierno. He visto cómo se construyen narrativas, cómo se afilan mensajes, cómo se decide qué decir… y qué no. Y hoy el gran problema del gobierno capitalino no es la falta de discurso, sino su exceso. Hay tanto relato que ya no alcanza para tapar la grieta entre lo que se dice y lo que se vive.
En esa lógica, hay una escena clara: César Cravioto parece dirigir la orquesta. Opera, articula, negocia, contiene. Es el que está en el ritmo cotidiano del poder, el que afina lo que no se ve. Y del otro lado está Clara Brugada, quien presume la partitura: los logros, los anuncios, la narrativa de una ciudad que —en el papel— funciona mejor de lo que se siente.
No es una crítica personal, es un síntoma político. Gobernar la capital se volvió un ejercicio donde hacer y comunicar no siempre van de la mano. Donde quien trabaja no siempre encabeza el discurso, y quien presume no siempre pisa la banqueta que sale en la foto.
Los funcionarios hablan más de percepción que de experiencia. Les preocupa más cómo se ve la ciudad que cómo se vive. La prioridad no es resolver el bache, sino explicar por qué todavía no se resuelve. No es mejorar el transporte, sino anunciar que algún día mejorará. No es atender la inseguridad, sino administrar el impacto mediático de cada hecho violento.
La política capitalina se volvió un ejercicio de storytelling permanente. Todo tiene marco conceptual, todo tiene justificación técnica, todo tiene narrativa. Pero la gente no se mueve por marcos: se mueve por resultados. Y cuando esos no llegan, el discurso empieza a sonar hueco, por más bien producido que esté.
Hay una desconexión peligrosa entre quienes gobiernan y quienes viven la ciudad. Mientras arriba se discuten modelos, abajo se esquivan coladeras abiertas. Mientras se presume justicia social, la desigualdad se mide en trayectos diarios. Mientras se habla de derechos, el ciudadano siente que el derecho más vulnerado es el de vivir sin cansancio.
La capital no necesita más discursos que se vean bien. Necesita políticas que se sientan mejor. Porque en esta ciudad, la gente ya no pide grandes relatos. Pide llegar a casa sin estar exhausta de aguantar.